Iba bien abrigado. Llevaba un calzado fuerte y cómodo. La suela de mis botas era gruesa, dura y elástica, permitiendome andar y correr con mis piés abrigados y recogidos sin que los chinarros dañasen mis plantas.
Aunque era la primera hora después del alba y estaba muy próximo el final del otoño, no hacía frio, pero una brisilla incipiente que mantenía muy fresca mi naríz y mis orejas, me hacía temer que el tiempo, poco a poco, iría empeorando.
Me llegaba el olor de las pacas de paja y de alfalfa recien abiertas y escuchaba el ruido de las bestias al cortar, mascar y engullir, casi al unísono, los alimentos que sus amos habian distribuido por los comederos, estando impregnado el ambiente del olor del estiercol defecado por los animales, mezclado curiosamente, con el de los alimentos curados al sol que ahora engullían.
A intervalos, al pasar por las bodegas, también llegaba el perfume de los viejos toneles, continentes de reservas antiquísimas, así como los de los vinos más recientes y los de la cosecha, como aquel que dice, casi recién fermentados.
Valía la pena vivir el otoño para poder aspirar el aroma finísimo y penetrante de los membrillos. Se olía en los huertos, pero especialmente en nuestras casas, emanando de aquellos fruteros de arcilla horneada pintados a mano que repletos de membrillos recién cogidos distribuíamos por las alacenas.
También los alojábamos en bolsas de lino para que perfumaran los armarios, disponiéndolos de forma que su aroma llegase a nuestras ropas de vestir y también a las que vestían nuestras camas, para que al entrar en ellas pareciera que entráramos en el cielo.
Absorto y complacido en estas meditaciones dictadas por el testimonio de mis sentidos a lo largo de todo el recorrido, llegué a la casa de Rafael, mi amigo, después de haberme cruzado prácticamente toda la aldea en un plis plas.
Rafael estaba indispuesto, pero yo ya me había hecho el ánimo de salir y decidí perderme sin él por mis andurriales, contando con la compañía de mi garrote que me ayudaría calladamente a soportar mi peso, de igual modo que mis gafas y mi sombrero harían mas tenue la intensa luz y los rigores del sol, que durante el veranito de los membrillos creo que es la época del año que, aunque haga frío, el sol mas pica y calienta, especialmente si se ceba sobre una cabeza desnuda, con una calva tan amplia como la mía. Otro de los motivos que me empujaba a no desistir de lo que intuía que iba a ser una interesante aventura era la mochila que colgaba de mi espalda, que la sabia llena de abundantes víveres, todos ellos de mi agrado, así como saberla bien provista de los útiles que presumiblemente pudiera necesitar para cualquier emergencia.
Como el programa de ruta para aquel día lo había elegido Rafael en su parte primordial, decidí dedicarme a visitar algunas cárcavas y recovecos que no tenía bien explorados a pesar de que había pasado muy cerca de ellos con relativa frecuencia. Posponiendo la excursión programada por Rafael, para cuando mi amigo se sintiera en plena forma.
Desviado de mis rutas habituales exploré algunas sombrías cañadas que a pesar de encontrarse el sol en todo lo alto llegaron a intimidarme por la oscuridad que había bajo su fronda casi impenetrable y profundo silencio que las envolvía, haciéndose mas y mas temibles conforme se acercaban a la cárcava, donde los bancales se distribuían en forma de anfiteatro manteniendo sus ribazos intactos, y aunque sus albares conservaban toda su poblada vegetación, esta no era mas que una fantasmagórica visión en la que los gigantescos almendros ennegrecidos, completamente secos, extendían sus ramas como si fueran los brazos de descomunales gigantes que con toda su parafernalia se preparaban para lo que sin duda iba a ser una cruenta batalla.
Aunque era la primera hora después del alba y estaba muy próximo el final del otoño, no hacía frio, pero una brisilla incipiente que mantenía muy fresca mi naríz y mis orejas, me hacía temer que el tiempo, poco a poco, iría empeorando.
Me llegaba el olor de las pacas de paja y de alfalfa recien abiertas y escuchaba el ruido de las bestias al cortar, mascar y engullir, casi al unísono, los alimentos que sus amos habian distribuido por los comederos, estando impregnado el ambiente del olor del estiercol defecado por los animales, mezclado curiosamente, con el de los alimentos curados al sol que ahora engullían.
A intervalos, al pasar por las bodegas, también llegaba el perfume de los viejos toneles, continentes de reservas antiquísimas, así como los de los vinos más recientes y los de la cosecha, como aquel que dice, casi recién fermentados.
Valía la pena vivir el otoño para poder aspirar el aroma finísimo y penetrante de los membrillos. Se olía en los huertos, pero especialmente en nuestras casas, emanando de aquellos fruteros de arcilla horneada pintados a mano que repletos de membrillos recién cogidos distribuíamos por las alacenas.
También los alojábamos en bolsas de lino para que perfumaran los armarios, disponiéndolos de forma que su aroma llegase a nuestras ropas de vestir y también a las que vestían nuestras camas, para que al entrar en ellas pareciera que entráramos en el cielo.
Absorto y complacido en estas meditaciones dictadas por el testimonio de mis sentidos a lo largo de todo el recorrido, llegué a la casa de Rafael, mi amigo, después de haberme cruzado prácticamente toda la aldea en un plis plas.
Rafael estaba indispuesto, pero yo ya me había hecho el ánimo de salir y decidí perderme sin él por mis andurriales, contando con la compañía de mi garrote que me ayudaría calladamente a soportar mi peso, de igual modo que mis gafas y mi sombrero harían mas tenue la intensa luz y los rigores del sol, que durante el veranito de los membrillos creo que es la época del año que, aunque haga frío, el sol mas pica y calienta, especialmente si se ceba sobre una cabeza desnuda, con una calva tan amplia como la mía. Otro de los motivos que me empujaba a no desistir de lo que intuía que iba a ser una interesante aventura era la mochila que colgaba de mi espalda, que la sabia llena de abundantes víveres, todos ellos de mi agrado, así como saberla bien provista de los útiles que presumiblemente pudiera necesitar para cualquier emergencia.
Como el programa de ruta para aquel día lo había elegido Rafael en su parte primordial, decidí dedicarme a visitar algunas cárcavas y recovecos que no tenía bien explorados a pesar de que había pasado muy cerca de ellos con relativa frecuencia. Posponiendo la excursión programada por Rafael, para cuando mi amigo se sintiera en plena forma.
Desviado de mis rutas habituales exploré algunas sombrías cañadas que a pesar de encontrarse el sol en todo lo alto llegaron a intimidarme por la oscuridad que había bajo su fronda casi impenetrable y profundo silencio que las envolvía, haciéndose mas y mas temibles conforme se acercaban a la cárcava, donde los bancales se distribuían en forma de anfiteatro manteniendo sus ribazos intactos, y aunque sus albares conservaban toda su poblada vegetación, esta no era mas que una fantasmagórica visión en la que los gigantescos almendros ennegrecidos, completamente secos, extendían sus ramas como si fueran los brazos de descomunales gigantes que con toda su parafernalia se preparaban para lo que sin duda iba a ser una cruenta batalla.
No había una muestra de verdor en todo aquel semicírculo ni en sus alrededores, y su suelo estaba blando, como si acabaran de labrarlo, a pesar de que el aladro no había pasado por allí en decenas de años. Además estaba recorrido por huellas de serpientes tan abundantes y tan frescas que, conociendo como había conocido en otros lugares menos propicios ejemplares de casi tres metros y tan gruesas como mi pierna, no dudo que las que allí hubieran duplicasen esa envergadura, por lo que salí corriendo con tal velocidad y desasosiego que cuando ya estaba exhausto y me creí a salvo mas que caer, me eché en el suelo, boca arriba , contemplando como sobre mi volaban los cernícalos y algún que otro abejaruco.
Junto al terreno donde me eché, había una pequeña pendiente de tierra arcillosa en la que si se miraba con atención podían apreciarse algunas protuberancias en el suelo y por precaución, con una varita exploré la zona y me dí cuenta de que cada una de aquellas ondulaciones no era mas que una tapadera idéntica a la escotilla de un submarino, articulada por un tejido que parecía ser de tela de araña. Efectivamente así lo era, ya que cuando rocé la varita suavemente alrededor de una de aquellas escotillas, salio un arácnido bastante diferente a los que conocemos, con un tamaño algo menor que el de una tarántula de campo, el cual al percatarse de que el intruso al que había mordido, en este caso mi varita, era incomestible, aflojó los quelíceros y volvió a sumergirse en aquel tubo forrado por aquel tejido suavisimo, me imagino que esperando que el siguiente bichejo que por allí deambulara fuese un sabroso bocado al que poder llevar a su barriga.
Salido de aquel lugar pero aún en sus proximidades, pude ver en una planicie los restos de lo que fue una casa. No era muy grande. Los aseos y los corrales estaban fuera de su perímetro pero no se alejaban demasiado. También había un aljibe anexo a la casa que recogía las aguas de lluvia, pero cuando lo exploré estaba totalmente seco.
Siempre se despierta en mi una especial emoción cuando entro en una casa deshabitada, porque me da la sensación de que voy a sentir, en el ambiente, la presencia de aquellos que la habitaron que estoy seguro que me recibirán con afecto porque verán en mi el respeto y la cariñosa emoción que me mueve hacia ellos. Imaginando quienes eran, como vivían, incluso pensando que me van a mostrar, por tratarse de mi, los secretos que tan celosamente han venido ocultando por muchísimos años.
Poco había que ver en aquella casa que no era mas que una ruina. Por eso me quedé completamente maravillado cuando en una de las pocas paredes que se conservaban, protegida de la intemperie por un trozo de techo que todavía no había sucumbido, aparecieron ante mis ojos unos dibujos hechos a lápiz, que la mano que los trazó, fuese cual fuese su edad, era la de un verdadero artista. Eran estampas taurinas con un derroche de detalles impresionantes, pero lo que ponía los pelos de punta era el movimiento que había en cada una de sus figuras y en su conjunto, siendo todo tan armónico que resultaba increíble que aquellos dibujos pudiesen estar en la pared de una ruina, teniendo que estar en la mejor sala de un museo.
Había tres escenas sublimes: un Rejoneador haciendo un esquivo a un toro; el mismo Rejoneador saludando al tendido y un Torero entrando a matar.
Nunca he tendido a magnificar lo que cuento, hasta el punto que a veces por la humildad de los hechos relatados cual ocurrieron puede que para algunos pierdan interés al no valorar otras circunstancias, por eso, si aquí os digo que quien pintó aquello era un artista, es porque lo era y os puedo asegurar que si hubiese podido llevarme la pared me la habría llevado.
De regreso pasaron mil cosas por mi cabeza, pero la que más me inquietó fue que si mi amigo Rafael no hubiese estado indispuesto yo quizás jamás hubiese pisado esos parajes y lo que vi jamás lo hubiese descubierto.
Ello implica que en este caso el incidente marcó el acierto, pero en otras ocasiones, "nuestras vidas están llenas de vacíos que corresponden a los logros que nunca pudimos alcanzar, al no acertar qué hacer con nuestro tiempo, dejándonos llevar por la rutina."
1 comentario:
He vivido nítidamente ese paseo.
Nos lo has dibujado de forma perfecta.
Sé a qué nidos de araña te refieres pues a mí también me han llamado siempre la atención.
Lástima que en aquel tiempo no tuvieras una buena cámara de fotos que dejara constancia de aquellas pinturas en la casa abandonada.
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