sábado, 15 de enero de 2011

LAS ESTACIONES DE FERROCARRIL


No voy a referirme a las grandes estaciones de las capitales importantes por donde deambulan de continuo gentes que forman parte de las mismas, como si fuesen muebles, por su constante presencia, recorriendo los andenes, observando en las salas de espera...
A veces son vigilantes que escudriñan la posible presencia de los amigos de lo ajeno, otras son funcionarios que cumplen otros cometidos; también los hay en las taquillas, vendiendo los boletos, en las salas de equipajes alquilando los armarios o vigilando y controlando los aseos; los hay facilitando información o promoviendo encuestas y en conjunto todos ellos cumpliendo honestamente con el cometido que les corresponde según su obligación.

Mezclados con los que allí trabajan, están los que por allí acuden como un medio de vida, trasladando equipajes; vendiendo los artículos mas insólitos; tratando de arrastrar a los transeúntes a cualquier pensión del entorno; prestándose a hacer cola ante las ventanillas para evitar a otros la molestia en busca de una propina; no faltan las que exhibiendo sus más o menos atractivos cuerpos, van a la caza de algún transeúnte necesitado de calor humano, o de algún otro, vicioso, que sienta la llamada de su concupiscente necesidad.

Aunque me inspiran cierta tristeza, me gusta ver a esos artistas que superviven haciendo rapidísimos retratos al carboncillo a los muy pocos que se prestan, deseando en mi fondo colaborarles, pero sintiendo una extraña represión que me impide hacerlo, a pesar de mi deleznable autocrítica. Tambien me producen desazón los que lisa y llanamente piden limosna abiertamente y los que la solicitan de forma solapada diciendo que les falta cierta cantidad para completar el precio de un billete que nunca comprarán. En todos hay cierta tensión, como si rehuyeran la mirada vigilante de quienes tienen como misión desalojar a quienes puedan perturbar la buena marcha de estos recintos inmensos en los que los viajeros son los únicos autenticos extraños mientras que a los asiduos, los pícaros y mucho más que pícaros todo el mundo los conoce y entre ellos, se conocen como la palma de su mano.

Nunca podrían servir estas estaciones para encontrar en ellas el hechizo entrañable de las Estaciones de pueblo, al carecer de la la intimidad que para ello se precisa, al haber en ellas este gentío, aún mas patente por el ir i venir de los que aun siendo pasajeros, realmente forman parte de los asiduos, porque sus destinos no van mas allá de los pueblos cercanos a la capital y su aventura se limita a acudir a sus puestos de trabajo, haciéndolo a diario, como una rutina, sin ninguna emoción, aunque pueda haberla en algunas circunstancias especiales. Pero aún así, incluso en los casos de los que van más lejos, como nadie los conoce, a nadie les importan ni les inquietan.
No existe en estos pasajeros, como trataba de decir, la emoción que se confiere a los que ante nuestros ojos tienen una identidad precisa, como amigo, como vecino o como hijo del pueblo en el que vivimos. Ni sabemos el motivo de la partida, tantas veces única posible solución para eludir los problemas o conseguir ese logro que en nuestras pequeñas estaciones sería casi de dominio público, porque todos lo han comentado tantas veces, que la presencia en el anden no es más que la confirmación de que por fín se lleva a efecto.

La incertidumbre, la ilusión, la esperanza, incluso el pánico que a veces nos domina, son realidades que conmueven a cualquier viajero de pueblo, porque son sentimientos inherentes a quienes viajan por necesidad, hacia un destino generalmente trascendente y salvo que se realice de improviso, por una urgencia inevitable, no puede existir ninguna confidencialidad en estos pueblos que como el mío, era en mi juventud como un pañuelo.
Mas, si no se supo nada en el momento de la partida por los motivos apuntados, seguro que de inmediato correria como un reguero la información sobre la hora, el motivo, el destino y la misión del viajero porque nunca faltarían los portavoces de la familia que informarían a todos porque en verdad todos éramos directa o indirectamente sus amigos y conciudadanos. ¿No suena casi a ciencia ficción? Pues no, son solo los recuerdos de un viejo, sumido en la nostalgia de tiempos mejores.

También es lógico que prefiera elegir una de estas Estaciones de Pueblo porque normalmente estaban alejadas del núcleo urbano y teníamos que llegar a ellas valiéndonos de cualquier medio de locomoción más o menos improvisado, ya que por aquellos años, no había casi ningún coche, pudiendo por su habitual soledad ser muy pocos los testigos de aquellas escenas, que de forma imborrable quedaban en el corazón de quienes las vivian y como mínimo, daban una pequeña punzada en el corazón a los pocos testigos de privilegio.
Yo me quedo con mi estación, pero que cada cual elija la que mayores recuerdos le evoque.

La estación de mi pueblo es la de ELDA-PETREL, que como una premonición ya se inauguró con este nombre muchísimo antes de que yo naciera, sin que por entonces nadie sospechara que los dos pueblos formarían uno solo en el futuro.

Nunca perdió esa magia de las estaciones de pueblo, porque en sí no cambió y en cuanto al incremento de población se niveló con el detrimento de los viajes por ferrocarril, aunque sí se notó cierta indiferencia entre los viajeros, porque la ciudad ya nunca fue el pañuelo de antaño, haciéndose aún mas entrañables las despedidas al sentir mucho mas el frio en el ambiente.

LO QUE DE ELLA PUDIERA CONTAR SERÍA UN CALCO CASI EXACTO DE LO QUE ACONTECIERE EN OTRAS ESTACIONES SIMILARES. NO PUDIENDO QUITAR NI PONER NI UN GRAMO DE EMOCIÓN PORQUE LA VERDAD NO ES SUSCEPTIBLE DE MODIFICACIÓN ALGUNA, SIENDO LOS LUGARES Y LOS PERSONAJES LO DE MENOS YA QUE VIRTUALMENTE TODOS SOMOS IGUALES.
Los sueños, las esperanzas, las nostalgias y cualquier otro sentimiento cuyo origen sea nuestra propia alma desnuda de odios y resentimientos, no pueden enfrentar respecto a los que los demás experimentan, ninguna diferencia. Nuestras almas son idénticas y también nuestros sentimientos, AUNQUE PODAMOS SER DIVERSOS EN CUANTO A RAZAS Y EN CUANTO A CREDOS.
Cuando de niños, acudíamos a ver pasar los trenes, conscientes de que nuestros padres nos reñirían muchísimo si se enteraban, era poco frecuente encontrar pasajeros en la estación. La gente viajaba lo imprescindible. QUIZAS FUERA POR ELLO, POR LO QUE CON TAL DE CONTRADECIR, NOS SENTABAMOS EN LOS BANCOS DEL ANDEN PRINCIPAL, FRENTE A LAS VIAS, SOÑANDO VIAJES mientras respirabamos esa brisa característica en aquel lugar, en la que se mezclaba con el aire fresquísimo, un poco del aroma de los pinos del altico, otro poco del olor indescriptible del moho de la herrumbre de las vias y los convoyes de mercancías allí estacionados y otro tanto del olor casi agradable del humo del carbón que era el combustible por excelencia y que todo lo impregnaba, así como la carbonilla con la que de forma misteriosa, siempre, siempre, siempre, que por allí acudiamos, nos ensuciabamos los calcetines blancos.
Imaginábamos, en nuestra ignorancia, rutas imposibles, cubriendo las etapas hacia nuestros destinos con tal rapidez que era obvio que nuestros cálculos fueran tan incorrectos como los itinerarios que pretendíamos seguir rotando sobre los railes de aquellas rutas férreas, interminables en nuestra fantasia.

Soñábamos despiertos imaginando las cosas que podríamos ver, que no eran otras que las que habíamos visto en las películas de aventuras, especialmente en las de Tarzán, que por aquellos tiempos era nuestro héroe. Y nos corregíamos unos a otros cuando el que hablaba se equivocaba en lo mas mínimo, porque todos conocíamos al dedillo los parajes y las tramas que cualquiera quisiera relatarnos, siendo ya verdaderas autoridades en lo que se nos trataba de describir al haberlo visto tantísimas veces, sin cansarnos, en las sesiones de tarde del Cine Coliseo.

Qué poco cambió la imagen de mi estación a lo largo de los años y qué pocos seremos los que no tengamos algo triste que contar que no tenga alguna relación con ella.

No voy a tratar de imaginar las muchísimas escenas que se habrán vivido en sus andenes o en su sala de espera, tan insoportablemente fría en el invierno. Tampoco voy a referir las que trascendieron o las que conozco de primera mano PORQUE SIEMPRE ME QUEDARÍA CORTO PARA CALIFICAR LAS NOSTALGIAS Y TORPE PARA DESCRIBIR LAS TRISTEZAS.

Por eso dejo a cada cual con sus recuerdos para que se ubiquen en ese marco, de cualquier estación, que a mí siempre se me antoja más triste que alegre, y ojalá sus recuerdos les despierten una sonrisa, porque también hay regresos exitosos y reencuentros felices.

De todos modos, si así no fuera y es la tristeza la que nos sale al encuentro, recibámosla como algo que también puede enriquecernos, incluso darnos felicidad si la contemplamos como algo ya pasado.

Mi último viaje en tren lo hice desde mi propincua estación, por la que pululan tantísimos recuerdos. Tenía sesenta y cuatro años cumplidos y estaba tan disminuido físicamente que el final que cualquiera me hubiera augurado no sería otro que sucumbir en una sala de cualquier hospital mejor o peor atendido. Fui hasta Madrid para de allí tomar el avión que me traería a America del Sur. No sé si volveré a hacer ese recorrido a la inversa y ahí está la grandeza de los viajes... LA INCÓGNITA DE LO QUE PUEDE SURGIR POR ELLOS.

Y a propósito, y sin ninguna animosidad; la primera decepción que sufrió mi esposa en su matrimonio fue cuando en el viaje de bodas no quise llevarla a la Isla de Benidorm.
Le aseguré que si viajábamos hasta la Isla, que no era más que un peñón inhóspito, nuestro único aliciente iba a ser mirar hacia la costa, por lo que era absurdo el separarnos de lo que tanto íbamos a anhelar. MALDITO SOFISMA QUE NO ME PERDONÓ JAMÁS. Pero en él hay mucho de cierto.

Nos pasamos la vida añorando lo que no tenemos, acordándonos con cariño hasta de los lugares donde sufrimos. Mantengamos pues en cada pueblo una estación donde poder despedirnos y reencontrarnos si cabe, pero sobretodo para contar con ella cuando nos apremie nuestro espíritu viajero, aunque sepamos de antemano que entre viaje y viaje nos va a achuchar, sin duda, la añoranza.

1 comentario:

JuanRa Diablo dijo...

Cada vez que te leo quedo un poco abrumado, un poco abatido pero maravillado siempre.

No puedo decir más que atesoro estos escritos como lugares donde saborear y meditar una profunda y admirable filosofía de vida.