lunes, 3 de enero de 2011

LOS DEL CULO DEL BURRO


No es nuevo para los que me leen, el que de vez en cuando les obsequie con alguna historiada chirigota de las muchas con las que mi cuñado Antonio Olaya Gallego, q.e.p.d., solía amenizar a la familia.

Y es que Tony, como todos lo llamábamos cariñosamente, era un pozo sin fondo donde se almacenaba cualquier cuchufleta que pudiera tener un trasfondo didáctico, siempre que llevase una importante carga de humor.

Y como dadas las circunstancias por las que estamos atravesando y las que se avecinan, va a sernos imprescindible disponer de un mínimo de humor para poder afrontar nuestros problemas con dignidad, evitando cualquier depresión que aún haga mas difícil nuestra supervivencia, he pensado que no estaría de más obsequiaros con uno de esos cuentos de mi cuñado que viene que ni pintado para que nos vayamos preparando para lo que muchos ya están padeciendo y que los demás tarde o temprano también vamos a sufrir.

Quiero aclarar para los menos doctos, que cuando hablemos de humor, hoy, mañana, ayer y siempre, no nos estamos refiriendo a algo que nos hace reir a carcajadas; ni siquiera a nada alegre, SINO MÁS BIEN A LO QUE NOS HACE SONREIR AL MISMO TIEMPO QUE NUESTROS OJOS SE HUMEDECEN.

Salvando las licencias que me he permitido y lo mucho o poco que haya podido añadir de mi cosecha y sin buscar la gloria de ningún premio literario, la historia es poco más o menos como sigue:
Hubo alguien que no sé ni quien era ni a qué se dedicaba, que un buen día se encontró no sé tampoco por qué en un paraje mas bien inhóspito y solitario, víctima de algún problema que le impedía salir de allí, pero que no le inquietaba en demasía porque sabía que alguien acudiría más bien de inmediato a socorrerlo. Por la forma de comportarse se puede deducir que su estatus era más bien acomodado y el que las alforjas de su asno fueran tan repletas de víveres solidos y líquidos, confirmaban la deducción anterior.

Como hubiera actuado cualquiera que se hubiese encontrado en su situación, se alojó bajo uno de los poquísimos árboles que por allí había, que vino a ser un hermoso algarrobo, que con su tupida sombra alivió a nuestro amigo de los rigores de la canícula.
Sacó una manta que extendió junto al tronco, de forma que éste sirviera de apoyo a su espalda, descolgó la alforja del burro y la dispuso sobre la manta, para tenerla a mano y ató a la acémila junto a unos arbustos que no tardó en mordisquear el animal, echando sobre una losa de piedra que allí habia casualmente unos puñados de cebada para completar la comida del rucio.

Una vez realizados todos aquellos quehaceres imprescindibles se sentó sobre la manta, apoyó su espalda contra el tronco y se dispuso a dar un repaso por las viandas de las que disponía para almorzar a su gusto.
No hace falta decir que comió lo que entraba por sus ojos, empinando el zaque tan a menudo que cuando se sintió satisfecho, dejando a un lado lo que no le apetecia, entornó los ojos y con el sopor del vino y del calor del mediodía se durmió profundamente sin sentir por un momento la más mínima inquietud, sabiendo que no sería mucho el tiempo que tendría que esperar para que sus criados vinieran a recogerlo.

Los días pasaron y los víveres disminuyeron de tal forma que tras haberse comido lo que siempre apartaba por no ser de su agrado, tuvo que echar mano de unos higos secos que en una pequeña bolsa habían ido de acá para allá sin que nunca les prestara atención y que ahora tras abrirla le parecieron dignos de su paladar. Realmente estaban ricos aquellos higos, con la salvedad de que algunos de ellos estaban golpeados y reventados, careciendo del atractivo mínimo para llevarlos a la boca sin ningún escrúpulo.

Como tenía que llenar el tiempo de alguna forma, ya que su única obligación era completar la alimentación del asno con la cebada que le arrimaba, la cual sea dicho de paso tambien empezaba a escasear; cuando después de consumir sus ya mermadísimas reservas, abría la bolsa de los higos, conforme los iba sacando los seleccionaba diciendo: "este para mí" y se lo comia; "este no vale" y apuntando con muchísimo rigor lo lanzaba contra el ojete del burro con un gran porcentaje de aciertos.

No tardó en acabársele la última migaja, y la bolsa de los higos tambien estaba vacía.
El hambre provocaba retortijones en sus tripas y no podía siquiera robarle el grano al rucio porque éste ya estaba un par de días a dieta de bejucos, así que con la excelencia de un gran gourmet se incorporó y mirando atentamente los higos ultrajados iba eligiendo de entre ellos y decia: "Este no le tocó el culo" y se lo comía.
Y así acabó con todos, autoconvenciéndose a sí mismo de su malísima punteria.
Al día siguiente llegaron a por él, que ya no fué el mismo jamás porque aprendió muy bien aprendida la lección.

Sirva este cuento para aleccionarnos de que aunque por la situación presente y futura podamos quedar desposeídos de los medios y recursos que hasta ahora hemos disfrutado, la mayoría de ellos no nos fueron nunca imprescindibles, y en verdad, si cabe, se disfruta más de lo que no nos sobra y nos resulta costoso alcanzar, que de lo que llega a nosotros sin ser el fruto de nuestro esfuerzo cotidiano.
DE TODAS FORMAS, CONFIAD SIEMPRE EN QUE ALGUIEN VENDRÁ A SALVARNOS. EN EL PEOR DE LOS CASOS SIEMPRE SERÁ MEJOR SUFRIR CON UNA ESPERANZA. Y ESTO NO VA DE COÑA.

No hay comentarios: