miércoles, 12 de enero de 2011

RELATOS QUE PUDIERON SER CIERTOS nº 11


Después de los Servicios Religiosos y de la Santa Misa, prácticas de ineludible obligación para todos y cada uno de los Monjes de la Abadía, cada uno de ellos realizaba las tareas que particularmente les había encomendado el Padre Prior.

Los trabajos asignados eran de carácter temporal, siguiendo una rotación con el fin de que no existiera ninguna discriminación, si bien, algunas actividades tenían asignado un monje de forma permanente para que nadie viniera a romper los programas establecidos ni el estilo de los trabajos realizados, conseguidos con el esfuerzo de muchísimos años.

Uno de los monjes que tenía una ocupación de forma permanente y por sus cualidades totalmente insustituible era el Hermano Amanuense, que por su pulcritud, su paciencia, su amplía cultura, su preciosa letra y su alma de artista era indiscutible titular de la biblioteca de la Abadía, habiendo trascendido su fama fuera de ella por las copias realizadas de algunos manuscritos, ejemplares únicos, que por encargo de altas dignidades habían sido copiados, con el sello inconfundible de la mano de artista que se apreciaba en todos los trabajos de nuestro Hermano Amanuense, que así se le solía llamar a pesar de que su nombre era Fray Antonio.

Verlo trabajar ya era todo un espectáculo.

Ponía ante si las tintas, debidamente ordenadas, de arriba a abajo, de acuerdo con el orden del espectro de la luz, del rojo al violeta en toda su intensidad y a la derecha de cada color diversas tonalidades por él preparadas.
Tenia un plumín para cada color y para cada tonalidad y todos los tinteros estaban situados a la derecha de un separador para que, en caso de que por accidente pudiera volcarse cualquier recipiente, la tinta no pudiese entrar en contacto ni con el original ni con la copia que se estuviera realizando, evitándose así posibles daños irreparables.

Lavaba y secaba escrupulosamente sus manos antes de iniciar cualquier trabajo y antes de empezar a copiar leía detenidamente el texto del párrafo que como tarea se impusiera en ese día, para que el tipo de letra y los adornos a emplear fueran en consonancia con el texto.

Fray Antonio era un artista y como tal sus copias siempre superaban al original en belleza, aunque nunca osase alterar ni una sola coma del texto.

Todos los demás adornos eran de su entera imaginación, especialmente las letras ornamentadas de los títulos preliminares y las letras iniciales de cada versículo, pudiendo tardar a veces más de un día para escribir un solo párrafo.

Como los encargos no proliferaban y Fray Antonio tenía un espíritu muy inquieto, cuando no había copias que realizar, escudriñaba hasta en los últimos rincones, ojeando los libros que estaban sin clasificar situados en los anaqueles de la sala inmediatamente posterior a la biblioteca propiamente dicha y los que había amontonados por el suelo de la misma formando verdaderas calles, para de ellos transferir a otros Conventos de la Orden los que no encerrasen un especial interés bibliográfico, ya que por falta de espacio era totalmente imposible registrar, clasificar y ordenar todos los allí acumulados, procedentes de donaciones particulares, además de los que tras su permanencia durante cientos de años por las alacenas, nunca se trasladaron a otros estantes por su evidente deterioro.

En una de las incursiones de Fray Antonio a lo que empezaba a ser un organizado desorden, entre los libros y legajos le llamó la atención un libro que no había visto nunca antes por estar casi oculto tras uno de los adornos de la gigantesca estantería que había en uno de los laterales de la sala.

Era lógica su curiosidad porque entre tantos libros antiquísimos, éste tenía todas las características de haber sido comprado de una libreria unas horas antes, y a él le constaba que a esa sala tan solo él tenía acceso.

Extrañado y confuso, tomó el libro entre sus manos, percatándose de que la apariencia de nuevo aún ganaba si se le observaba con atención, pudiendo apreciarse su excelente estado de conservación a pesar de que tanto su papel como las pieles empleadas para su encuadernación eran completamente iguales a otros ejemplares allí almacenados cuya antigüedad superaba los quinientos años.

Nada más fácil que abrir el libro para ver su fecha de publicación, pero ninguna fecha aparecía en él, ni de edición, ni de tasación, ni detalle por el que se pudiera identificar. Es más, ESTABA COMPLETAMENTE EN BLANCO, SALVO LA NUMERACIÓN DE LAS PAGINAS Y EN MITAD DE LA ÚLTIMA LA PALABRA: "FIN", CON UNA NOTA AUTÓGRAFA DEBAJO DE ESE "FIN" EN QUE PODIA LEERSE: "Y esto es todo lo que para mi salvación puedo ofrecer"

El pobre monje estaba perplejo, pero aún así, antes de comunicar su hallazgo al Prior, trató de descifrar lo que a todas luces era un enigma, devanándose el seso sin encontrar ninguna explicación, ni de la procedencia, ni mucho menos del mensaje de aquel libro que, a pesar de su buen estado de conservación, debía de ser antiquísimo; sin entrar en consideraciones sobre el por qué del vacío de sus páginas y el de aquella nota autógrafa en la que parecía que se estaba ofreciendo algo QUE DEBERÍA FIGURAR EN ALGÚN TEXTO QUE EN REALIDAD NO EXISTÍA.

Los días pasaron sin que el monje desatendiese ninguna de sus obligaciones con la meticulosidad por él acostumbrada, pero en las noches, después de haber atendido sus oraciones y deprecaciones, como si fuese una carcoma el recuerdo del libro roía su cerebro obligándole a analizar lo que cientos de veces ya había analizado sin encontrar una respuesta determinante.

Una mañana, como si alguien le hubiese dejado un mensaje dictado e impreso en su conciencia, decidió ser él mismo el que iniciase y concluyera ese libro fantasma, como un diario en el que iria anotando lo que humildemente creyera que era digno de ser ofrecido a Dios, dejando provisionalmente en blanco la fecha de inicio por si sobre la marcha recordaba algún hecho pretérito que mereciera ser anotado.

Pasaron los años y nuestro Padre Amanuense, como cualquier mortal, tuvo que encomendar su alma a Dios en una última oración al intuir con acierto que de inmediato tendría que abandonar su cuerpo ya inservible. Pero aún le quedó tiempo para hacer, con toda la belleza de que fue capaz su arte, una anotación EN LA ÚLTIMA PAGINA DE AQUEL LIBRO QUE PARA ÉL YA NO ERA NINGÚN ENIGMA, en la que todos pudieron leer como único texto:

"Señor, nunca encontré en mi, ningún mérito digno de Ti."
FIN
"Y esto es todo lo que para mi salvación puedo ofrecerte"