jueves, 19 de marzo de 2009

ALGO QUE NO PODRE OLVIDAR

Un repelente gato negro, con medidas fuera de lo común; tuerto de un ojo; con tantas cicatrices en su piel como fronteras hay en un mapa continental; arisco e inteligente como no he visto otro jamás, empezó a deambular por los tejados y los patios de una antigua casa de vecinos y las contiguas, tan grandes como a la que me refiero y con quizás mas vecinos que en la nuestra, y digo nuestra porque una de sus improvisadas viviendas la ocupaba mi familia en alquiler.

 Mas que por haberlo visto, se enteraron de su existencia por la información recibida tras las pesquisas que tanto los vecinos de una casa como los de la otra iban realizando en seguimiento de algo o de alguien que mermaba sus existencias de forma tan misteriosa y reiterada que ya empezaba a ser un problema de gran trascendencia en economías tan mermadas, teniendo en cuenta que estos sucesos ocurrieron en los primeros años de la posguerra civil española.

Llegado el momento en que todos sabían cual era el origen de sus males, se organizó una conjura tácita contra el pobre animal, cuya única maldad no era otra que la de tener mas hambre que sus victimas y ya no hubo quien descuidase en la cocina o en la despensa nada que pudiese terminar en la barriga del felino.

Como cada una de las cicatrices de aquel gato sin duda provenían de experiencias anteriores en algún otro vecindario, era tan astuto que a veces las pobres vecinas se encontraban la olla de barro volcada y rota, quedando de su contenido solamente la verdura y el agua desparramada, con la consiguiente alarma generalizada ante los gritos encolerizados de la victima de turno que trascendían a través de los patios.

 Los ayunos impuestos por aquel animal, levantaron las iras de todo el vecindario, de tal forma, que los deseos de no ver al animal merodeando por sus casas se transformó en un odio tal que había quienes lo esperaban al acecho con reclamos a los que ningún gato podría resistirse, esperando con paciencia con la esperanza de darle un estacazo que diese fin a sus fechorías, pero el gato era mucho mas inteligente que ellos y percibía el engaño, esperando agazapado a que su improvisado verdugo abandonase su puesto aunque solo fuera unos segundos para, con una rapidez pasmosa llevarse lo mejor de las viandas con la consiguiente desesperación del cazador burlado.

Se promulgaron edictos familiares con pena de muerte para quien dejase abierta la puerta del patio; se cerraron o condenaron las ventanas que daban al mismo así como los tragaluces, los respiraderos y cualquier hueco por donde cupiera una mano y los que disponían de una escopeta pasaban el día del domingo con ella entre sus piernas esperando verlo pasar por alguno de los aleros de los tejados que eran el habitual camino que recorría en sus múltiples incursiones.

La medida del cierre de puertas y ventanas hizo su efecto, por lo que el gato, no pudiendo ya mantenerse con el fruto de sus hurtos avivó su instinto de felino y se dedicó a asaltar los corrales comiéndose cada día un gazapo o un pollito  semiemplumado cuyos restos a veces se encontraban en el lugar mas inesperado.

Yo no estaba ajeno a esa psicosis colectiva y a pesar de ser solo un chiquillo se me ocurrió entreabrir el ventanuco que desde el patio daba a la cuadra de la casa de mis abuelos y en el hueco del enrejado poner un lazo corredizo con un cordón trenzado muy suave pero fortísimo y por esos azares de la vida vino a quedar enganchado por el cuello cuando se disponía a saltar al interior.

 Como estaba muy atento, corrí presuroso y pude contemplar como se balanceaba prendido de su collar mortal, tratando de asirse en cualquier parte con sus garras, con la desesperación de un ser que ve que se le escapa la vida. En mi remordimiento y no sabiendo que hacer, preferí no acudir a sus enemigos que sabia que lo rematarían y creí que mas oportuno era avisar a Dª Encarna, una santa mujer, muy piadosa y amante de los animales que vivía precisamente encima de la vivienda de mis abuelos. Cuando le conté lo ocurrido, dejó sus cosas y se apresuró a acompañarme al lugar de los hechos. El gato había logrado asirse con las garras a la hoja del ventanuco y con el pelo erizado gema ya que el nudo corredizo muy apretado lo asfixiaba. El único ojo que le quedaba parecía que iba a salirse de su órbita y no pudiendo casi respirar jadeaba y su cuerpo encorvado en vertical, en plena convulsión dejaba ver como le temblaban todos y cada uno de sus músculos. Sus garras largas y muy afiladas eran su único punto de apoyo y su boca entreabierta dejaba ver unos colmillos en consonancia con el terrible tamaño de aquel animal que en su vida solo había recibido palos.

Quedé petrificado al ver como Doña Encarna se acercaba a él canturreando. Lo mas probable era que le diese un zarpazo ya que para poder sacarlo de la trampa tenia que entrar en contacto con el animal que estaba fuera de si por la desesperación y lo que en un principio fue para mi un regocijo al sentirme orgulloso de haberle dado caza, ahora era como una losa que me pesaba sintiéndome arrepentido y culpable de lo que sin duda iba a pasar a esa buena mujer que sin mostrar el mínimo temor se acercó al gato y lo acarició con ternura mientras este con su único ojo, fijo en los de ella, parecía intuir que en esas manos que lo acariciaban estaba su salvación mientras que Dª Encarna, siempre con la sonrisa en los labios le decía "pobre minino".

 Con delicada paciencia fue aflojando el nudo que lo ahogaba hasta dejarlo libre, retirándose después al mismo tiempo que solicitaba que también hiciese yo lo mismo.

Con su experiencia y después de lo ocurrido, el gato debía haberse marchado del vecindario, pero fue en este lugar donde había sentido las únicas caricias y posiblemente eso lo retuvo.

 Poco tiempo después el gato cayó en otra trampa, fue arrinconado y se refugió en el hueco de una pila de lavar que rápidamente taparon sus perseguidores acudiendo medio vecindario y allí se le dio muerte, no sin lucha por parte del animal que cuando tenia ocasión sacaba sus terribles garras y gruñía, lanzando unos maullidos que hacían estremecer al mas osado.

 Creo que ese ha sido el acto de impiedad, hacia un animal, que más me ha marcado en esta vida y me temo que si hay justicia divina todos los allí presentes tendremos que pagar por el.
 Quizás si todos le hubiésemos dado las sobras de nuestra comida nunca hubiese tenido necesidad de robarnos.

Bendita Dª Encarna..., quisiera recordar la canción que canturreaba mientras liberaba al gato de una muerte segura; debía haberla aprendido para poder cantarla en todos los momentos difíciles de mi vida, aunque estoy seguro que en mas de una ocasión, ella la habrá cantado por mi desde la Gloría..

4 comentarios:

JuanRa Diablo dijo...

Papá eres el nuevo Lope de Vega, no sólo por lo bien que escribes sino por lo prolífico que eres. Uno se descuida y al poco ya tiene cuatro o cinco entradas por leer...

Irremediablemente creo que todos nos hemos puesto en favor del gato que debía ser feísimo pero inteligente como pocos. Me pregunto si todos los que le dieron muerte quedaron satisfechos o habría alguien más que se arrepintiera después.
Este es un buen relato para presentar a un concurso.

Anónimo dijo...

Doña Encarna...he oido hablar tanto de ella por tí o por los abuelitos que la tengo idealizada. La imagino con un gran moño y una casa llena de libros de los que un día heredaste algunos y que ahora guardo con mucho amor sin olvidar dónde estuvo el origen de tan bellos libros. Por cierto...¿Sabes algo de "IO"? me preocupa su total ausencia y desaparición de su blog...FRAN

anahija dijo...

Papà,ya sè que tardo mucho en leerte pero espero que te lleguen mis comentarios tardìos.Me ha encantado esta historia que me ha mantenido en vilo y ademàs he saboreado como siempre ese arte tuyo para saber hacer el mejor uso posible de nuestro lenguaje.Què barbaridad papà!!!!no es posible describir esta anècdota mejor de lo que tù lo has hecho.ENHORABUENA,PAPA.

anahija dijo...

He dicho esta anècdota y he dicho mal,querìa decir esta historia...