La felicidad vivida en las Casas del Señor, siendo niño, fué un recuerdo constante a través de los años, que pasaron como un soplo. Antes de ser un hombre maduro, volví a recorrer a menudo los parajes que en mi niñez frecuentaba y siempre había contemplado con añoranza la casa donde tantos veranos habíamos pasado, la cual siempre estaba cerrada desde que la adquirió el Servicio Forestal.
Para mi regocijo nada había cambiado y aún podía recrearme contemplando, como cuando era un chiquillo, los corrales situados en la calle Miguel Villalta, que por estar en un plano mucho mas bajo por razones de la orografia, podían apreciarse, desde la Avda. de Monovar, como desde un mirador, con solo bajar la vista, pudiendo observarse, como antaño, en cada corral, alguna que otra cabra, las gallinas y su flamante gallo con su tornasolada pechera y su cresta impresionante, así como las conejas y sus gazapos que alegremente jugueteaban entre la maraña de ramas secas que dejaban al descubierto la blancura amarillenta de sus leños, desprovistos por los incisivos de los roedores, de todo vestigio de la natural verdura de su corteza, pareciendo mas que ramas secas de almendros y de olivos, costillares de reses calcinados. Bajo techo, encerrado en un jaulón, estaba el conejo macho que miraba con lascivia a las hembras que jugueteaban a su alrededor ajenas por completo al sentimiento que ellas le despertaban. En los corrales en los que proliferan los machos, estos, suelen estorbar en demasía el periodo de lactancia de los gazapines y en su frenesí lascivo pueden incluso matar sus propias crías para que la hembra entre de nuevo en celo. De ahí, el que se dé inmediata salida para el mercado a todos los machos antes de que se empiece a apreciar en ellos su natural instinto, dejando tan solo de entre los mejores, al que será padre de todas las camadas, siendo su jaula la cámara nupcial a donde acudirán las hembras, por mano de su dueño, en el momento propicio para que sean cubiertas, permaneciendo el macho encerrado de por vida, que solo durará, mientras mantenga sus atributos de buen semental.
También recorría los parajes que fueron mis preferidos, con sus atalayas, desde las que podía dominar cuanto mi vista abarcaba, eligiendo desde allí el punto de destino de mi siguiente excursión, en las que siempre me prometía que algún día todo aquello seria mio.
Cuando empecé a comprar por aquellos lares sentí el deseo de acercarme a sus habitantes. Yo ya era un cincuentón y por lógica el recuerdo de mi familia solo podía encontrarlo entre los viejos de la aldea que inquiridos en mi afán de renovar y compartir recuerdos, tras facilitarles algunas pistas se acordaban perfectamente de mis padres y de mis hermanos y hasta incluso de mi a pesar de lo pequeño que por entonces era, tal fue el impacto que causó nuestra presencia, durante tantos años, entre las personas de aquella aldea.
Como la casualidad a veces nos sorprende agradablemente fui a dar con el Tio Melchor, anciano de ochenta años de edad, aún muy bien conservado, que vino a ser el pastor que conducía el inmenso rebaño que en mi niñez tanto había admirado, con aquel cabrón blanco inmenso, provisto de unos intimidantes cuernos retorcidos en espiral y aquella barba impresionante, como una enorme caruncula, pero de pelo lacio y áspero que le daba un aspecto infernal. Fue Melchor también, el que aquel día, en que estrené un botijito para acompañar a mi madre a la fuente, me recogió del suelo tras caerme y me quitó con delicadeza las chinitas que habían quedado incrustadas en la piel de mis rodillas heridas y tras limpiarlas con el agua de mi botijito las había enjugado con su propio pañuelo. El había sido el que ante mi llanto, mas que por el dolor, por la tristeza de ver que de mi botijito se había despegado el asa, jugó con ella deslizándola por la pendiente como si de una rueda se tratase para aliviar mi pena y ató una cuerdecita desde la orejuela por donde se llenaba de agua hasta el pitorro, indemnes, para que pudiera asir mi preciada carga. ¿Como es posible que ambos pudiésemos conservar tan bello recuerdo?.
A partir de entonces acudí casi todos los domingos a su casa, donde su esposa, La tia Matilde, que llegó a quererme tanto como él, me obsequiaba con sus humildes viandas entre las que nunca faltaba la longaniza semiseca, algunas veces tan seca que habia que apretar la mandíbula para poder mascarla, pero para mí siempre sabrosisima, aunque en mi casa casi no la comiese; ese pan entre blanco y moreno, mantenida su ternura en el interior de una tinaja, algún trozo de queso y sin faltar nunca el porrón de vino de la tierra, magnifico de sabor y de elevado grado.
Supe de sus penas y encontrarón en mi el hijo que ya no tenian a pesar de vivirles cuando los reencontré cuatro todavía, tres varones y una hembra que ni con ellos, ni entre ellos se hablaban si no era para sus adentros y ante los ajenos para maldecirse mutuamente.
Solo uno, quizás por ser el mas necesitado, era el que aún acudia a pasar, a cama y mantel, alguna temporada con sus padres, no equilibrando la satisfacción de su presencia la carga que les suponia yendo como iban tan mermados de medios, pero para colmo murió y no les quedo mas compañia que mis visitas dominicales.
Es curioso como se precipitaron los acontecimientos de la muerte de ese hijo.Le compré los terrenos donados por sus padres y al preguntarle que iba a hacer con ese dinero; me contestó que iba a disfrutar con el todo lo que no habia disfrutado en su vida y al preguntarle que pasaria despues me respondió: "me moriré" y así fué, tres meses despues apareció muerto en el cuarto de una pensión.
Fueron muy reiterados mis intentos por avenir a la familia, cuyo conflicto nacia del desproporcionado reparto de los bienes de los ancianos que según todos habia favorecido a uno en particular. Lo curioso es que ninguno coincidia en cual era la parte mejorada, llegándose a dar la paradoja de que el mas beneficiado según uno era el mas perjudicado según otros y viceversa. En fin, lo propio en estos casos solo que multiplicado hasta el infinito. Lo curioso es que los que todo lo habían dado, estando pasando incluso penurias, eran los mas criticados, hasta llegar a ser vilipendiados no solo por sus hijos sino también por sus nietos.
A veces salia a pasear con el viejo por las tierras que habían sido suyas y que yo había comprado a sus hijos y me llevaba a los sitios, que el conocía, donde podíamos encontrar alguna que otra breva dulcisima o algún albaricoque maduro y mientras los comíamos con fruición, él, con sollozos reprimidos, se complacía de que fuera yo el nuevo dueño.
Un día Matilde enfermó y hubo que hospitalizarla. Las cosas se complicaron y falleció. El viejo había tenido una gran decaída en las semanas en que había quedado solo. No había sido conveniente trasladarlo a Alicante para ver a su mujer porque estaba en coma y no hubiese sido bueno para él verla en esa situación, pero con su muerte fue ineludible darle la noticia.
Por las casualidades de la vida, era y sigue siendo costumbre hacer la despedida del duelo, precisamente, delante de la casa de uno de sus hijos. Solo este vivía en la aldea, los otros tenian que desplazarse desde Petrel y Monovar respectivamente. A la despedida del duelo solo acudió el abuelo que de espaldas a la casa de su hijo pudo oír y nosotros ver como se cerraban sus ventanas para hacer mas patente su desprecio. Esta escena se repetiría una vez mas pocas semanas después, siendo yo el único que se presentó en representación de la familia. El tio Melchor murió en una habitación del Hospital de Elda, pasando tres días semiinconsciente, entre los estertores de una muerte que no le llegaba. Sabe Dios que recuerdos pasarian por su cabeza antes de morir, pero daria cualquier cosa porque hubieran sido aquellos en los que se viera al frente de su gran rebaño, en los primeros meses de su matrimonio y Matilde, aquella bendita mujer que tanto le queria saliera a recibirle para darle la buena nueva del embarazo de su primer hijo.
Para mi regocijo nada había cambiado y aún podía recrearme contemplando, como cuando era un chiquillo, los corrales situados en la calle Miguel Villalta, que por estar en un plano mucho mas bajo por razones de la orografia, podían apreciarse, desde la Avda. de Monovar, como desde un mirador, con solo bajar la vista, pudiendo observarse, como antaño, en cada corral, alguna que otra cabra, las gallinas y su flamante gallo con su tornasolada pechera y su cresta impresionante, así como las conejas y sus gazapos que alegremente jugueteaban entre la maraña de ramas secas que dejaban al descubierto la blancura amarillenta de sus leños, desprovistos por los incisivos de los roedores, de todo vestigio de la natural verdura de su corteza, pareciendo mas que ramas secas de almendros y de olivos, costillares de reses calcinados. Bajo techo, encerrado en un jaulón, estaba el conejo macho que miraba con lascivia a las hembras que jugueteaban a su alrededor ajenas por completo al sentimiento que ellas le despertaban. En los corrales en los que proliferan los machos, estos, suelen estorbar en demasía el periodo de lactancia de los gazapines y en su frenesí lascivo pueden incluso matar sus propias crías para que la hembra entre de nuevo en celo. De ahí, el que se dé inmediata salida para el mercado a todos los machos antes de que se empiece a apreciar en ellos su natural instinto, dejando tan solo de entre los mejores, al que será padre de todas las camadas, siendo su jaula la cámara nupcial a donde acudirán las hembras, por mano de su dueño, en el momento propicio para que sean cubiertas, permaneciendo el macho encerrado de por vida, que solo durará, mientras mantenga sus atributos de buen semental.
También recorría los parajes que fueron mis preferidos, con sus atalayas, desde las que podía dominar cuanto mi vista abarcaba, eligiendo desde allí el punto de destino de mi siguiente excursión, en las que siempre me prometía que algún día todo aquello seria mio.
Cuando empecé a comprar por aquellos lares sentí el deseo de acercarme a sus habitantes. Yo ya era un cincuentón y por lógica el recuerdo de mi familia solo podía encontrarlo entre los viejos de la aldea que inquiridos en mi afán de renovar y compartir recuerdos, tras facilitarles algunas pistas se acordaban perfectamente de mis padres y de mis hermanos y hasta incluso de mi a pesar de lo pequeño que por entonces era, tal fue el impacto que causó nuestra presencia, durante tantos años, entre las personas de aquella aldea.
Como la casualidad a veces nos sorprende agradablemente fui a dar con el Tio Melchor, anciano de ochenta años de edad, aún muy bien conservado, que vino a ser el pastor que conducía el inmenso rebaño que en mi niñez tanto había admirado, con aquel cabrón blanco inmenso, provisto de unos intimidantes cuernos retorcidos en espiral y aquella barba impresionante, como una enorme caruncula, pero de pelo lacio y áspero que le daba un aspecto infernal. Fue Melchor también, el que aquel día, en que estrené un botijito para acompañar a mi madre a la fuente, me recogió del suelo tras caerme y me quitó con delicadeza las chinitas que habían quedado incrustadas en la piel de mis rodillas heridas y tras limpiarlas con el agua de mi botijito las había enjugado con su propio pañuelo. El había sido el que ante mi llanto, mas que por el dolor, por la tristeza de ver que de mi botijito se había despegado el asa, jugó con ella deslizándola por la pendiente como si de una rueda se tratase para aliviar mi pena y ató una cuerdecita desde la orejuela por donde se llenaba de agua hasta el pitorro, indemnes, para que pudiera asir mi preciada carga. ¿Como es posible que ambos pudiésemos conservar tan bello recuerdo?.
A partir de entonces acudí casi todos los domingos a su casa, donde su esposa, La tia Matilde, que llegó a quererme tanto como él, me obsequiaba con sus humildes viandas entre las que nunca faltaba la longaniza semiseca, algunas veces tan seca que habia que apretar la mandíbula para poder mascarla, pero para mí siempre sabrosisima, aunque en mi casa casi no la comiese; ese pan entre blanco y moreno, mantenida su ternura en el interior de una tinaja, algún trozo de queso y sin faltar nunca el porrón de vino de la tierra, magnifico de sabor y de elevado grado.
Supe de sus penas y encontrarón en mi el hijo que ya no tenian a pesar de vivirles cuando los reencontré cuatro todavía, tres varones y una hembra que ni con ellos, ni entre ellos se hablaban si no era para sus adentros y ante los ajenos para maldecirse mutuamente.
Solo uno, quizás por ser el mas necesitado, era el que aún acudia a pasar, a cama y mantel, alguna temporada con sus padres, no equilibrando la satisfacción de su presencia la carga que les suponia yendo como iban tan mermados de medios, pero para colmo murió y no les quedo mas compañia que mis visitas dominicales.
Es curioso como se precipitaron los acontecimientos de la muerte de ese hijo.Le compré los terrenos donados por sus padres y al preguntarle que iba a hacer con ese dinero; me contestó que iba a disfrutar con el todo lo que no habia disfrutado en su vida y al preguntarle que pasaria despues me respondió: "me moriré" y así fué, tres meses despues apareció muerto en el cuarto de una pensión.
Fueron muy reiterados mis intentos por avenir a la familia, cuyo conflicto nacia del desproporcionado reparto de los bienes de los ancianos que según todos habia favorecido a uno en particular. Lo curioso es que ninguno coincidia en cual era la parte mejorada, llegándose a dar la paradoja de que el mas beneficiado según uno era el mas perjudicado según otros y viceversa. En fin, lo propio en estos casos solo que multiplicado hasta el infinito. Lo curioso es que los que todo lo habían dado, estando pasando incluso penurias, eran los mas criticados, hasta llegar a ser vilipendiados no solo por sus hijos sino también por sus nietos.
A veces salia a pasear con el viejo por las tierras que habían sido suyas y que yo había comprado a sus hijos y me llevaba a los sitios, que el conocía, donde podíamos encontrar alguna que otra breva dulcisima o algún albaricoque maduro y mientras los comíamos con fruición, él, con sollozos reprimidos, se complacía de que fuera yo el nuevo dueño.
Un día Matilde enfermó y hubo que hospitalizarla. Las cosas se complicaron y falleció. El viejo había tenido una gran decaída en las semanas en que había quedado solo. No había sido conveniente trasladarlo a Alicante para ver a su mujer porque estaba en coma y no hubiese sido bueno para él verla en esa situación, pero con su muerte fue ineludible darle la noticia.
Por las casualidades de la vida, era y sigue siendo costumbre hacer la despedida del duelo, precisamente, delante de la casa de uno de sus hijos. Solo este vivía en la aldea, los otros tenian que desplazarse desde Petrel y Monovar respectivamente. A la despedida del duelo solo acudió el abuelo que de espaldas a la casa de su hijo pudo oír y nosotros ver como se cerraban sus ventanas para hacer mas patente su desprecio. Esta escena se repetiría una vez mas pocas semanas después, siendo yo el único que se presentó en representación de la familia. El tio Melchor murió en una habitación del Hospital de Elda, pasando tres días semiinconsciente, entre los estertores de una muerte que no le llegaba. Sabe Dios que recuerdos pasarian por su cabeza antes de morir, pero daria cualquier cosa porque hubieran sido aquellos en los que se viera al frente de su gran rebaño, en los primeros meses de su matrimonio y Matilde, aquella bendita mujer que tanto le queria saliera a recibirle para darle la buena nueva del embarazo de su primer hijo.
9 comentarios:
Para mí Las Casas del Señor estarán ligadas a tí mientras viva. Aunque es una aldea que por sí misma enamora, son tantos los recuerdos que nos has trasladado tantas veces de tus felices días en ella que tengo a aquel lugar un cariño enorme.
Y es que Las Casas del Señor eres tú.
Y parece que por aquellos parajes nunca pase el tiempo, pero sí, claro que pasa, como pasan las historias y la vida de gente como el tío Melchor y la tía Matilde que no merecieron un final tan triste.
Mañana mismo te envío una foto de Las Casas para que ilustre este escrito tan bello.
Un beso muy grande
Las Casas del Señor soy yo, para tí, igual que para mí son mis padres, mis hermanos y como nó, vosotros que conmigo las habeis compartido, añadiendo al goce de sus bondades la inefable dicha de vuestra presencia. Ningún sentimiento llega a su esplendor si no se comparte, por hermoso que sea un paisaje, por muy grande que sea una dicha, siempre habrá un vacio en nuestro corazón si no lo podemos disfrutar con aquellos a los que queremos. Pero ten siempre en cuenta que yo siempre estoy con vosotros en mi pensamiento y comparto con vosotros, en él, vuestras dichas, de tal modo, que como muy bien dices, haciendolo extensivo a cualquier lugar, para mí, "Las Casas del Señor soys vosotros".
Gracias por tu generosisima y para mi bellisima comparación.
Tal es la paz que se respira en las Casas del Señor, que Juan Luis siempre dice que si algún día se desatara una guerra mundial con bombas atómicas incluídas, el único sitio donde no te enterarías de nada sería allí. Las Casas del Señor simbolizan una parte de tu infancia y permanecen en mi memoria como otra etapa posterior de tu vida en la que ansiabas la paz y la naturaleza y en la que tu mayor gozo era sentarte bajo un pino en algún sillón de los muchos que tenías distribuídos por tus dominios, en el que pudieras "OTEAR EL HORIZONTE" hasta donde alcanzara tu vista. Nada entonces pudiera sugerir que tus horizontes acabarían alcanzando tierras americanas, como posiblemente hicieran muchos aldeanos en el siglo XIX. FRAN
Me daria mucha ilusión que me mandaseis una foto de nuestra casa
"Las mañanitas", en la que se viera este rotulo. Es muy posible que tengais alguna, sinó véd de conseguirmela.
Sabes? He estado recientemente tentado de comprar una propiedad en Las Casas de Señor. Una casa a buen precio, pequeña, con una buena restauración. Pensaba emularte, por aquello de la paz y en previsión de que mis hijos vuelen algún dia de casa, tener un lugar. Pero no la he comprado, a pesar del buen precio, porque tenian que ponerse de acuerdo 6 hermanos para venderla y acudir los 6 a Notaría, etc...Curiosa coincidencia con parte de tu relato "azoriniano".
Que relato más emotivo!
Antes de entrar en materia, te vas a reír, pero me ha dado muchisima pena del conejo macho, toda su vida encerrado en ese jaulón viendo pasar ante él las beldades conejiles del corral cargando a sus churumbeles :D
Es otro relato digno de tí, y con esto creo que resumo muchas cosas; una delicia de leer, un placer para los sentidos, que pueden recrearse en un lugar y una época con tan sólo cerrar los ojos.
El Tío Melchor me ha dado mucha lástima. Comparto contigo el deseo de que reviviese esos días en los que guiaba a su rebaño mientras soñaba con un hijo, porque a veces es desolador el giro que puede pegar la vida de uno. Ese hombre lo había hecho todo bien, había dado lo mejor de sí mismo, y sin embargo crió cuervos. No hay herencia que no provoque conflictos. Yo he visto familias unidísimas tirarse los trastos a la cabeza por un televisor. Es lamentable. Así somos.
Por suerte, ni tú ni yo tendremos que contemplar este desagradable espectáculo desde el otro lado.
Yo, porque Carolina es hija única. Y tú, porque tus hijos saben que lo mejor que les puedes dar se lo estás dando en vida con tu presencia.
Enhorabuena otra vez! (Y las que hagan falta...)
Un fuerte abrazo!
Querida Charo, no debes preocuparte en ebsoluto por el conejo. Generálmente hay muchas hembras en el corral e inmediatamente que paren, vuelven a ser echadas al macho, por lo que su soledad no suele prolongarse. "Ya darian algo algunos por llevar una vida tan regalada" sabiendo su misión cumplida con este menester. Como comprenderás parte de lo que digo es broma.
Ya me quedo más tranquila :D
Esta es la Web de Casas del Señor, www.casesdelsenyor.com. Un saludo.
Publicar un comentario