lunes, 2 de septiembre de 2013

RECUERDOS INOLVIDABLES - PRIMERA PARTE.

Entre los múltiples pluriempleos que tuve que desempeñar a lo largo de esa larguísima etapa de mi vida en la que mi único propósito era consolidar un patrimonio que ya empezaba a ser sustancioso, surgió una oportunidad que podía compartir con mi esposa. Es más, fundamentalmente, fue por ella por lo que me embarqué en aquella aventura, que además del sueldo que nos pudiera deparar, completaría las cotizaciones que Ana precisaba para poder solicitar una pensión cuando se jubilase.

Se ofertaba empleo para un matrimonio que trabajaría los fines de semana y los días festivos como Mayordomo y Cocinera respectivamente, en un palacete reconstruido casi en su totalidad sobre un caserón inmenso que sin duda había pertenecido a alguna familia adinerada venida a menos y que había llegado a manos de un matrimonio de nuevos ricos, que lo transformaron en una mansión, bajo la dirección de un decorador de gusto exquisito que a instancia del nuevo dueño, no reparó en gastos a la hora de reconstruirlo.

El edificio, al que se agregaron algunos anexos, se asentaba sobre una altiplanicie circundada por las tierras que formaban parte de la finca propiamente dicha, mas 1.400 Hectáreas que los nuevos propietarios habían adquirido y agregado a su predio inicial, tras la compra de varias fincas colindantes, hasta formar una única finca inmensa en la que los olivos y los almendros ocupaban una tercera parte de su superficie de cultivo; los cereales lucían sus mieses en otra tercera parte, y el resto, coincidiendo con las zonas montuosas, estaba cubierto de bosques de pinos, salpicados por pequeños bosquecillos de nogales, encinas y algarrobos.

Frente a la puerta principal de la mansión se extendía una grandísima explanada revestida con losas de piedra caliza rectangulares, formando un balcón de no menos de dos mil metros cuadrados que culminaba en una balaustrada de piedra que se asomaba a una hermosísima huerta de frutales.

La explanada estaba circundada de bancos de piedra con respaldo que resultaban muy cómodos, adornados con farolas de hierro forjado intercaladas que, además de la belleza que infundían al entorno, eran espectaculares cuando por la noche se encendían, quedando iluminada toda la explanada con su potentísima luz. Completaba la decoración una fuente luminosa, centrada en la hermosísima plaza, de la que surgía un pedestal de mármol marfil, sobre el que se asentaba un busto de tamaño natural, en broce, del insigne escritor de la tierra D. José Martínez Ruiz, AZORÍN .

Al este de la casa había un jardín a lo largo de ambos lados de un paseo, también enlosado, en el que las rosas, de todas las variedades, las hortensias, los jazmines, las margaritas blancas y amarillas, las dalias multicolores, los blanquísimos jacintos, las buganvillas, los geranios, los gladiolos ..., exhibían su belleza, que cercada por setos de romero debidamente podados, la envolvían en una gran variedad de figuras geométricas, como si quisieran atesorarla y protegerla de la rusticidad que más allá de sus límites las acechaba.

Formando dos semicírculos, el jardín reducía su anchura para cedérsela al paseo, que dejaba de serlo transformándose en una plazoleta de amplias proporciones en cuyo lateral derecho, mirando al Sur, se ubicaba una preciosa piscina de mediano tamaño, cuyas aguas esplendorosamente transparentes debían permanecer cristalinas de forma permanente por prescripción de sus dueños.

La casa era inmensa, tenia nueve habitaciones amplísimas todas ellas, con baño y lujosamente amuebladas, en consonancia con la antigüedad que se había querido imprimir al edificio, todo él de sillares gigantescos, sin que un solo ladrillo viniera a desmerecer el conjunto.

El Comedor tenia catorce metros de largo por seis metros de ancho; en su lateral derecho tenia tres ventanales y al fondo otro ventanal muy amplio, mientras que en su lateral izquierdo estaba revestido en parte por dos primorosas vitrinas con la sobria belleza que infunde el verdadero arte y un espléndido aparador con encimera de mármol blanco de Carrara, y unas tallas en su primorosa estructura, dignas de Durero.

A lo largo de casi toda la longitud de la estancia, había una mesa de roble bellamente tallada que podía alojar con toda comodidad hasta veinticuatro comensales sin que ninguno de ellos tuviera que rozarse. La sillería a juego con la mesa daba un esplendor al conjunto tal que no me sorprendería el que cualquiera que se sentase allí por primera vez se sintiese intimidado.

 Los muros, de un grosor no inferior a los 80 centímetros, se abrían al exterior a través de cuatro ventanas de madera maciza, cuyas hojas estaban protegidas por portones interiores, teniendo además protegidos sus quicios con rejas de hierro de gran grosor con filigranas bellamente  trabajadas.

A la derecha del comedor había un salón de las mismas dimensiones pero con otra distribución; formaba un cuadrado casi perfecto en cuyo centro había una preciosa chimenea adornada con repisas donde se alojaban motivos florales y pequeñas esculturas y piezas de porcelana, y contrariamente al comedor, que solo exhibía en sus paredes la piedra de sus sillares, en el salón no había ningún hueco en sus paredes que no estuviese adornado por alguna pintura al óleo, cual de ellas más preciosa.

En dos de los cuatro ángulos de ese salón había un amplísimo sofá de rinconera, con una mesa de centro de las mismas proporciones y hasta tres sillones de orejuelas todos ellos comodísimos; un tercer ángulo coincidía con la cristalera que comunicaba el salón con la entrada que había tras la puerta principal y de la que partía una sobria escalera que conducía a la segunda planta, mientras que en su cuarto ángulo, había una cristalera que comunicaba con la antesala de la cocina, y a un par de metros de ella  una mesa de juego de naipes que solía usarse muy a menudo, especialmente en las largas tardes de estío.

Entre la antesala y la cocina propiamente dicha no había ningún muro de separación, formando su conjunto un solo cuerpo, quedando delimitados sus dos espacios por el mostrador de granito de la cocina, amplísima y enormemente sofisticada y la antesala en la que había un comedor de cuatro puestos frente a una gran chimenea, que caldeaba el conjunto con extraordinaria eficacia.

Solían comer y cenar en esa pequeña mesa hasta un día que fueron visitados por el decorador, que le había dado vida a aquella casa, el cual, tras sorprenderlos en un ambiente de tal rusticidad, les reprochó con dureza el que no hicieran uso de un comedor tan esplendido como el que tenían.

A partir de entonces no volvieron a hacer ninguna otra comida fuera de ese comedor espléndido, a pesar de que poco creo que ganaran en comodidad y sí mucho perderían al privarse de ese calorcito incomparable de la chimenea, aunque frío no podían pasar, ya que toda la casa gozaba de una calefacción que mantenía el ambiente entre 20 y 22 grados. 

Eran muchas más las salas que había distribuidas entre las dos plantas del edificio, habiendo una pequeña tercera planta solamente ocupada por el dormitorio de los dueños, con ventanales hacia los cuatro puntos cardinales.

Seria largo y tedioso describir cada una de las estancias de tan inmenso inmueble, y mucho más hacer lo propio con el mobiliario que los vestía si es que pretendiera hablar con cierto lujo de detalles. Háganse pues ustedes una idea y multipliquen como mínimo por tres lo que su imaginación les sugiera y si algún día por allí pasaran podrían comprobar que  se quedaron cortos en lo que se refiere a su verdadera realidad.

A mi esposa le faltaba un año y pico de cotizaciones y a su edad no era muy factible el que nadie la pudiera contratar, por lo que pensamos que si llegábamos a un acuerdo con este matrimonio, podríamos cubrir su necesidad a cambio de que la dieran de alta en el Régimen General, como si fuera trabajadora de una de sus empresas.

Para no hacer demasiado largo mi relato diré que aceptaron nuestra propuesta a pesar de que en un principio la habían rechazado, pero cuando tras otras varias entrevistas consideraron que la mejor era la que habían mantenido con nosotros, volvieron a llamarnos para firmar el debido contrato. 
Eso significaba que nuestro sueldo seria mermado por los importes que ellos tenían que cubrir para pagar la mensualidad completa a la Seguridad Social, no habiendo trabajado más de diez días al mes, a la par que para nosotros suponía renunciar a todos nuestros sábados, domingos y festivos de punta a punta de año, hasta que mi esposa no tuviese cubierto su cupo de cotizaciones, por lo que, tras pensarlo detenidamente y considerar sobre todo que esa labor en conjunto nos iba a unir más si cabía, decidimos iniciar nuestra particularísima aventura dispuestos a afrontar con paciencia y resignación los inconvenientes que tendríamos que arrostrar.


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