jueves, 15 de enero de 2009

CON LAS MANOS EN LA MASA

Sobre el templete, los musicos de la banda, formada por trabajadores del pueblo con una vocación musical a prueba de un sin fín de ensayos, se disponia a terminar el concierto que cada domingo, en el verano, se celebraba en los jardines del mas bonito de los parques de la población. Era una noche apacible y todas la sillas instaladas para la celebración del evento estaban ocupadas, así como los bancos del entorno y las mesas del kiosco, donde se servian refrescos helados y algún que otro aperitivo. El ambiente era de los que se evocan cuando te alejas de tu pueblo. Una bella música, en un marco agradabilisimo, abriendose paso entre la algarabia inevitable, como fondo a tertulias, discusiones mas o menos acaloradas, susurros amorosos y gritos infantiles. Entre todo aquel gentio, un hombre demacrado, enflaquecido, disminuido por la enfermedad y quizás solamente sostenido por el odio, apretaba con su mano derecha metida en el bolsillo de su pantalón el fleje afiladisimo que le sirvió en otros tiempos como herramienta, en su trabajo de cortador. Desde hacia algún tiempo dudaba de la fidelidad de su mujer, joven y lozana, con unas evidentes ganas de vivir, que hacian mas penosa la enfermedad de aquel hombre, que se sentia impotente para satisfacer sus lógicos deseos. No faltaron las voces de alerta de amigos y allegados que vinieron a reafirmar sus sospechas, pero solo aquella tarde, pocas horas antes del concierto, pùdo comprobarlas. Para distraerse, solia salir de su casa despues de la comida y sentado en el bar de la esquina leia la prensa. Solia sentarse en un lugar desde el que veia la puerta de su casa sin ser visto y desde allí era imposible que nadie entrara o saliera que pudiera escapar a su control. Esa tarde, a los pocos minutos de salir, observó que su esposa se asomaba a la calle y despues de mirar a uno y otro lado cerraba la puerta que el habia dejado entornada. Con gran sigilo se acercó a la casa. El ruido de las dos vueltas del cerrojo puso en guardia al intruso que huyó precipitadamente, pero aún entró a tiempo de ver a tráves de la ventana de la sala como este, medio desnudo, saltaba la tapia del patio y lo reconoció. Era su vecino, un panadero cuarentón, fornido y con fama de D. Juan al que en mas de una ocasión habia sorprendido mirando con descaro a su esposa y que le saludaba al pasar con cierta sonrisita socarrona. No dijo nada en absoluto a su esposa, que en su cuarto, afanosa, fingia estar cambiandose de ropa.
Se dirigió al cuarto donde tanto habia trabajado en sus buenos tiempos, eligió el fleje adecuado, lo afiló con esmero y esperó pacientemente sentado sobre su taburete, reclinando su cabeza sobre los brazos apoyados sobre su mesa de cortador. Nadie puede saber que pensaria en esas horas. Siempre fué un matrimonio bien avenido. Se dice que habian estado muy enamorados. La enfermedad fué consumiendo sus fuerzas y sus recursos y por lo visto tambien el amor de su esposa y allí en la oscura soledad de aquel cuarto con el firme convencimiento de lo que debia de hacer, solo le quedaba esperar. Nuestro D. Juan de pacotilla, además de panadero, era miembro de la banda y aquella tarde haria junto a sus compañeros las delicias de sus conciudadanos en el concierto dominical. A la hora elegida, el marido engañado, despabiló su lucubrado sopor, se lavó, se cambió de ropa y despidiendose de su esposa con una sonrisa agridulce le dijo que tenia que resolver un asuntillo pero que no tardaria.
Allí, entre aquel gentio, sintiendo en su cuerpo la fuerza que hacia tiempo le habia abandonado, entraban por sus oidos las notas del clarinete que tocaba el que habia mancillado su honra mientras su mano apretaba con fuerza el instrumento que le haria callar para siempre. Terminado el concierto, al pasar los músicos entre el laverinto de sillas y de gente que todavia no se habia marchado, al otear el horizonte nuestro fornido clarinetista vino a darse de frente con su vecino que llevaba reflejada la muerte en su mirada. Aquel pelele del que sin duda se habia reido tras sus hazañas carnales se levantaba ahora ante el como un muro inexpugnable. No tuvo tiempo para reaccionar, cuando quiso darse cuenta tenia seccionada la yugular y se DEBATIA EN EL SUELO AHOGANDOSE CON SU PROPIA SANGRE, una multitud hizo corro alrrededor del moribundo y de su verdugo sin atreverse a intervenir de ningún modo, mientras el fleje ensangrentado caia de las manos de aquel pobre enfermo, demacrado, enflaquecido, disminuido e impotente que por unos minutos habia vuelto a ser un hombre para defender su honor.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Qué miedo que saber que en realidad existe gente con una sangre tan fría como para realizar algo así!! al fin y al cabo ese pobre panadero no era el único responsable de sus desgracias pero el se intentó deshacer de todas ellas enfocádole todo su odio...Posiblemente acabó mucho mas amargado de lo que ya estaba. FRAN.

pichiri dijo...

Realmente el panadero era el único amante de su esposa, pero coincido en que acabaria mucho mas amargado de lo que estaba. No obstante así fué la historia y así la cuento. Lo que a mi me pasa y por eso quizás se me mal interpreta, es que en casos como este, siemprem doy cabida a otras posiblidades. Al fín y al cabo nosotros no hemos vivido estos hechos y aunque podamos juzgar nunca sabremos lo que sintió ese desgraciado. Quizás necesitaba hacer eso para morir en paz consigo mismo sin importarle en absoluto todo lo demás. Dios nos libre de pasar por esa situación.

Io dijo...

Resulta estremecedor que en nuestros tiempos se sigan resolviendo estos lances como en el Siglo de Oro.

Nunca sabremos qué pasa por la mente de un hombre un segundo antes de acabar con una vida.

Pero comparto tu teoría. Necesitaba sentirse hombre, dejar de verse a sí mismo como un guiñapo en el fin de sus días, aunque también comparto la opinión de Fran; posiblemente acabó más amargado.

Un fuerte abrazo!