miércoles, 29 de mayo de 2013

REMEMBRANZAS DE MI NIÑEZ - ANTONIO EL VIGILANTE

Ya hablé en otra ocasión sobre este personaje. Uno de los precarios ocupantes de La Casona que lindaba, por la derecha entrando, con la casa de mis abuelos en la Calle D. Antonio Maura de Elda (Alicante).

Si supiera pintar, seguro que podría trasladar al lienzo su retrato póstumo rayano a la perfección, sin mas modelo que la imagen indeleble que de él, quedó gravada en mi recuerdo.

Debía pasar ya de los sesenta, tal como aparece en mi memoria; mas bien bajo de estatura; recio y corpulento pero no grueso; tenia unos ojos grises, siempre con las córneas enrojecidas y unas espesas y largas cejas repletas de canas; su nariz era proporcionada, perfilando un rostro siempre bien afeitado, entre huraño y bondadoso, dependiendo de su estado de ánimo; su pelo corto y canoso hasta la altura de sus también proporcionadas orejas, pasaba a ser una brillante calva a partir de la sudadera de la gorra, que solo se le podía ver cuando apretaba el calor y se veía obligado a enjugar su sudor con un pañuelo que para este y otros menesteres llevaba siempre en alguno de sus bolsillos.

Los componentes de su atuendo solían ser un pantalón de pana, bajo el cual supongo que llevaría unos calzones largos, un holgado blusón negro, algo mas corto que un sayo pero lo suficiente para cubrirle hasta donde terminaba su bragueta y bajo de él, Dios sabe lo que llevaría, dependiendo de los rigores del clima. Siempre iba tocado con una gorra de paño de color negro que solo se diferenciaba de una boina en que se adornaba con una corta visera y nunca lo vi calzado de otra forma que no fueran unas alpargatas cuyas cintas solía atar alrededor de la parte baja de sus perneras, que por mi tierra solemos llamar camales.

No era frecuente encontrarlo en la calle fuera de las horas de su trabajo, que casi coincidían con las que normalmente pocos transitaban, pero a veces, para abastecerse de lo mas elemental o antes de iniciar su obligada ronda se le podía ver, bien con un cesto de mimbre camino o de regreso de la tienda o bien sentado en el portal de entrada a la casona.

La compra siempre la hacia en la tienda de la Mortaja, apodo éste, que llegué a saber correspondía al dueño de la tienda, después de haber estado equivocado muchos años por lo que veréis.

La Mortaja, era un hombre rechoncho y extravertido, muy célebre por sus chirigotas, que solía estar mas en la taberna que en la tienda, que quedaba atendida por las dos mujeres de la casa. Ocupaba ésta, la amplia entrada de una casa antigua, que hacia esquina entre las calles Nueva y Colón. El mostrador de aquella tienda estaba ubicado a unos dos metros del portal, dejando ese espacio para la clientela y sobre él, cuando era su época, había bandejas con manzanas o membrillos asados, que eran una delicia.

Tanto la esposa como la hija de aquel tarambana eran muy altas, muy flacas y muy serias. La madre podría tener algo mas de cuarenta años. Solía estar sentada en una silla de anea tras del mostrador, que a pesar de ser alto y estar ocupado por capachos, lebrillos y algunas bandejas donde se exhibían frutos secos, altramuces, manzanas y membrillos asados, dada la altura de la dama, su busto sobrepasaba todos aquellos obstáculos cual si fuera la imagen de un retrato al óleo allí expuesto. La hija, que podría tener algo mas de veinte años,  pululaba de aquí para allá en los oficios de la casa, ayudando a su madre a despachar cuando de largo en largo, se juntaban mas de tres clientes a la vez, cosa que no solía ocurrir. La piel de ambas era muy blanca, contrastando con su pelo, cejas y ojos negros cuyas ojeras amoratadas infundían a sus rostros eburneos una imagen de amarga tristeza.

Hasta que supe que La mortaja era el apodo del padre, siempre pensé que el mote recaía sobre la tienda, ya que al entrar siempre te sentías intimidado ante el aspecto mortecino de aquellas dos mujeres, especialmente el de la madre que siempre enlutada y en aquella postura en la que solía encontrarse, parecía un cadáver de cuerpo presente.

El vigilante acudía allí a comprar porque en el ir y venir de sus recorridos, alguna vez entraba a la Taberna huyendo del frío en el invierno y las mas, por dejar a un lado sus elucubraciones, mientras compartía un porron con el dicharachero tendero, que con sus chistes lo sacaba de su casi permanente soledad.

Era poco hablador nuestro taciturno vigilante, las pocas veces que salia de la casa antes de iniciar su ronda, solía sentarse en el portal de la casona, con la frente gacha, apoyando sus manos en la corva de su inseparable garrote, sin que nadie pudiera imaginar que prados sobrevolarían sus pensamientos. Otras, empujado por la querencia de su oficio, sin ser todavía la hora, recorría la calle en toda su longitud, para luego hacer el recorrido a la inversa por el lado contrario, andando lentamente, muy próximo al bordillo, para no entorpecer el paso de quienes se le cruzaban.

Cuando alguien le chistaba, ya que pocos sabían su nombre de pila, acudía como una exhalación y mientras atendía al requirente, inclinaba su cabeza y parte de su espalda, como si con esa postura fuera a escuchar mejor lo que se le decía, moviendo su cabeza afirmativamente mientras se le hablaba y no irguiéndose de nuevo hasta haber comprendido exactamente el encargo que se le había hecho, atendiéndolo de inmediato con entusiasmo y recibiendo la propina con una sonrisa de agradecimiento inconmensurable, a pesar de que los encargos solían ser  banales y las propinas ínfimas.

Su aspecto serio y concentrado no invitaba a nadie acercarse a él para el dialogo, pero las pocas veces que tras un encargo alguien se aventuraba a darle algo de conversación, lejos de toparse con una muralla, Antonio era un magnifico oyente, que también se atrevía a dar un buen consejo si se lo pedían.

No sé que final tendría este hombre, para casi todos desconocido, que pasó la mitad de su vida, que yo sepa,  inmerso en la soledad de uno de aquellos insalubres cuartuchos de la Casona y la otra mitad en la soledad de las calles desiertas, alimentando su razón de existir con el posible recuerdo de la noche que gracias a su intervención llegó a tiempo el médico solicitado o la que impidió por su presencia que asaltasen a un buen vecino que lo apreciaba.

Lo que si creo seguro es que tras la muerte de su "único amigo" El Mortaja, victima de la cirrosis, mas de una vez,  y como siempre a solas, recordaría alguno de sus chistes y chascarrillos esbozando con timidez la mueca de una sonrisa, sin mas testigos que la luna.

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Dedicado a la ya hace muchísimos años desaparecida Cofradía de Serenos, que con su presencia en las solitarias calles, hicieron de su soledad la mas fiel compañía a los viandantes trasnochadores.. 


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