miércoles, 22 de mayo de 2013

ALGO CURIOSO QUE YA ES COTIDIANO

Una de las curiosidades que llamaron poderosamente mi atención la segunda vez que llegué a Cascajal, Corregimiento de Sabanalarga (Colombia) fueron los sapos. En mi primera visita acudí allí para ver una pequeña finca, con superficie no mayor de cuatro hectáreas, que estaba a la venta, dotada de una casa habitación sin cocina ni baño; un edificio con un ancho pasillo central, donde había ubicada una mesa de billar americano, y dos amplios cuartos a cada lado del pasillo; un cobertizo anexo, donde se cocinaba y un retrete con ducha  a unos ocho metros de ese cobertizo y no menos de treinta y cinco metros desde la puerta de la casa propiamente dicha.

Frente al edificio, mirando hacia la casa, discurría uno de los caminos de la finca, que nacía en la linde con la carretera que conducía a Leña y a Candelaria, para venir a perderse bajo una gigantesca Ceiba de altura no menor de treinta metros, cuya sombra superaba los quinientos metros de superficie.

Saliendo del edificio y cruzando el camino descrito, había un gran caney, solado de
cerámica roja y cubierto de palma trenzada sobre una complicada estructura de madera, apoyada sobre rústicos horcones, bajo el cual, en las horas de más calor  una brisa venida de no se donde, era una verdadera delicia.

En una de las esquinas de la finca había un Jagüey de mas de tres metros de profundidad que ocupaba una superficie aproximada de mil metros cuadrados, en donde convivían en la mayor armonía Cachamas, Mojarras, Mojarras Loras y Bocachicos, a la sombra de tres Ceibas, que al estar emplazadas a alguna distancia del  Jagüey, su sombraje solo cubría dos tercios de las aguas, formando aquel rincón un claro oscuro que invitaba a echar alguna que otra siesta improvisada.

El resto de la finca se distribuía en diversos potreros en los que solo verdeaba la Escobilla, la Pringamoza y algunas otras yerbas que el ganado vacuno elude de su dieta; el pasto estaba segado a rás del suelo por los incisivos de los rumiantes que venían padeciendo la endémica hambruna de los meses de sequia propios de estas latitudes.

El trato lo hice en pocos minutos, regresando de inmediato a Barranquilla para cerrarlo definitivamente en una de sus notarias, concretamente en la n° 8, situada en la calle 14 de esta ciudad, primera en importancia del Departamento del Atlántico de Colombia.

Pasado el tiempo necesario para hacer las reformas, decidí dar una vuelta por la finca para dar el visto bueno a las obras ya terminadas. Unas semanas antes habían llegado las lluvias, tras la larguísima temporada de sequía absoluta.

Cuando llegué al predio pensé que me había equivocado. Los potreros ya sin una sola cabeza de ganado, lucían el verde esmeralda de los pastos incipientes y aquí y allá, Los Tamarindos, Los Mangos, Las Guanábanas, Los Nísperos, Las Chirimoyas, Las Guayabas, Los Anones... que en la sequía estaban desvestidos de follaje y mordisqueados por las vacas hasta la altura que sus alzadas les permitía, ahora estaban en todo su esplendor, mientras que por las cercas de las lindes, los Limoncillos de follaje verde oscuro, se adornaban con las guirnaldas que formaban los bejucos de las Maracuyás a punto de florecer; con los blancos, rosados y rojos de las hermosas flores de las Cayenas y las inmensas enredaderas de Trinitarias, que lucían sus grandes pomos de flores multicolores, que habían extendido sus renuevos, formando cascadas por encima de las Singlas o enrollando sus tiernos tallos alrededor de las madrinas de las cercas y a lo largo de los alambres espinosos que clavados en ellas cerraban el recinto.

Hice noche en la finca. Al atardecer había caído un chaparrón y el calor y la humedad me asfixiaban en el cuarto donde había improvisado una cama plegable en la que no llegaba a acomodarme. Había mantenido las ventanas cerradas porque desprovistas de las espesas mosquiteras, si las abría, la casa quedaba a merced de toda clase de insectos y otros animales mucho mas peligrosos. El silencio se rompía a intervalos por el alboroto de un grupo de Fochás que se habían quedado a pernoctar en la gran Ceiba y Los Chotacabras, al posarse sobre el mampirlán que protegía la base del alféizar, golpeaban con sus alas el cristal de la ventana de mi habitación produciendo un sonido sordo e inquietante.

Cansado de dar vueltas en el angosto camastro y no pudiendo conciliar el sueño, salí de la habitación y cuando estaba atravesando a tientas el amplio salón quedé petrificado. Un estridente silbato hirió el tímpano del único oído por el que escucho. Tan intenso era y tan reiterativo que no llegaba a comprender quien a esas horas se entretenía turbando la quietud. Lo que en principio era un solo, fue transformándose en una verdadera algarabía de sonidos discordantes en la que los agudos mas intensos se acompasaban con los graves mas opacos y melancólicos, como si un gran ejercito de la Tribu Kalruana hubiera invadido la aldea, tratando de atemorizar a todos sus moradores con el infernal sonido de sus estridentes y desafinadas bocinas.

Me atreví a abrir la puerta que daba al jardin y creí que estaba viviendo una pesadilla. A la luz de la luna, hasta donde la vista me alcanzaba, podian verse cientos de sapos, desde el tamaño de una falange, al de dos manos entrelazadas por sus dedos, que lejos de asustarse ante mi presencia, se arremolinaban a mi alrrederor, teniendo que apartarlos a puntapiés para poder abrirme paso, mientras estos, lejos de huír se hinchaban como globos espeluznantes llegando a alcanzar casi el doble de su tamaño.

Regresé de inmediato a la casa temiendo que pudiera haber sido invadida por alguno de aquellos desagradables intrusos, cerré las puertas con pestillo especialmente la de mi habitación y tras una superficial búsqueda de anfibios a la luz de mi celular, gracias a Dios infructuosa, me acomodé como pude en la cama plegable durmiéndome después de muchas horas de ignominioso concierto que parecía sonar fuera y dentro de la casa, especialmente en los rincones de mi habitación y hasta debajo de mi incómoda y traumatizante cama.

Las risas de Rafael, el dueño de la tienda tonde me abastecia, se hicieron sonar cuando le conté mi odisea, pensando que era una experiencia unica, quedando desolado cuando me explicó que ese estruendo es mucho mayor cuando llueve por primera vez después de la sequia y vá amainando conforme se aparean los machos, máximos responsables de tan genuinas arias, permaneciendo después el sonsonete de los que quedaron solteros. Y es verdad, este año, en la misma aldea, pero en diferente lugar, tras la primera lluvia, fuí fiel oyente del mas insomne concierto y del mas grandioso desfile de sapos que jamás habia visto en mi vida.

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