lunes, 17 de junio de 2013

LO QUE FUÉ EL NACIMIENTO DE L'ALMORQUÍ

En la campiña del caserío de L'Almorqui, a media legua de la Aldea de las Casas del Señor, había un bello rincón ya desaparecido desde hace mas de sesenta años, que merecía haber pasado a la posteridad plasmado en un lienzo.

Próxima a la esquina de un ribazo de casi dos metros, que se levantaba al pié de una ladera; a la derecha de un sendero que zigzagueaba por entre las huertas delimitadas por higueras, cerezos, melocotoneros, manzanos, albaricoqueros, perales..., de todas las variedades que cualquiera se pueda imaginar y  bajo la tupida sombra de un pequeño bosque de Olmos, algunos de ellos centenarios, surgía una gárgola  esculpida en piedra caliza, adornada en su extremo por dos burdas orejuelas, que pretendían representar la boca abierta de algún extraño animal, a través de la cual, la mina vertía sus aguas a una pileta de algo menos de un metro cubico, para desde allí, a través de dos orificios horadados a algo mas de la mitad de su altura bifurcarse sus aguas siguiendo dos caminos: uno, la acequia cubierta que tras un largo recorrido bajo tierra, alimentaba día y noche las fuentes y los abrevaderos del ganado que estratégicamente se repartían por la aldea de  Las Casas del Señor, dirigiéndose sin tregua por sus respectivos azarbes al Lavadero de la aldea, para después aglutinarse de nuevo en una inmensa balsa que distribuía el riego por sus huertas en un amplio territorio de su campiña; otro, una angosta cequeta sin cubrir, de fábrica de arcilla horneada y argamasa, por cuyas grietas surgían bejucos de diferentes enredaderas que a lo largo de su recorrido alfombraban los laterales de sus no mas de setenta metros de longitud, con florecitas de diversos colores y formas, dibujando guirnaldas multicolores al trepar por los arbustos que compartían su territorio hasta desembocar en un lavadero a cielo abierto, para desde allí, tras un pequeño recorrido ir a estancarse en una gran alberca circular de mas de veinte metros de diámetro y casi tres metros de profundidad que periódicamente se vaciaba para dar riego a las riquísimas huertas que la circundaban.

A la pileta, desde la gárgola que surgía del ribazo, se precipitaba el agua del nacimiento desde una altura de casi un metro, produciendo la pequeña cascada un sosegado estruendo hídrico que aún daba una mayor frescura al entorno de aquella umbría, incluso en las horas de mayor calor.

El agua, como si acabase de descongelarse, hacia de la pileta el lugar idóneo para mantener al fresco las sandias, y otras frutas, así como las botellas de vino y de gaseosa cuando íbamos de excursión a aquel paraje algún que otro domingo, siendo un verdadero espectáculo ver como las sandias que a pesar de su peso flotaban, se sumergían empujadas por el agua, girando como trompos en un plano perpendicular, que cambiaba su sentido de giro según el lado por el que eran golpeadas por el chorro que sobre ellas se precipitaba, tendiendo a hundirse cuando este caía en el centro mismo de su eje longitudinal. A veces, a pesar de las precauciones adoptadas, teníamos que ir precipitadamente al lavadero a rescatar algún que otro melocotón que se escapaba a través de la maraña de bejucos que trenzábamos a la salida de la pileta para impedir tal deserción.

En las tupidas frondas de los olmos, infinidad de aves de las mas distintas especies, se congregaban para desde allí, en un ir y venir a las huertas, ir llenando sus buches con la pulpa de las frutas maduras que se diseminaban por doquier, haciendo de aquel rincón un verdadero auditorio de cánticos, gorjeos y trinos, en una algarabía de idílica armonía.

Cuando se levantaba la vista hacia las copas, podía apreciarse en algún Olmo viejo la huella de los años, exhibiendo en las alturas grandes ramas secas que parecían amenazar desgajarse, con muestras evidentes de haber sido castigadas por los rayos, siendo curioso el poder observar que un par de metros por encima de alguno de aquellos calcinados troncos habian brotado nuevas ramas, mas verdes y lozanas si cabe que las que mas abajo habian quedado indemnes de aquel castigo.

Cuando íbamos de excursión a ese o a cualquier otro rincón, el punto de salida solía ser la casa del inolvidable Hipólito, lugareño soltero de mas de una treintena, alto, enjuto, muy trabajador y con una simpatía encomiable, en cuya casa se hospedaba los veranos la familia Vera-Masegosa, íntima amiga de la mia. Este magnifico muchacho, tenia una novia de dulcisima belleza, con la que no tardó en casarse y ambos en su afán de hacernos lo mas gratas posible nuestras vacaciones, se apuntaban, siempre que las obligaciones se lo permitían, a cualquier reunión, excursión, tertulia o evento que se propiciaba, poniendo siempre a nuestra disposición la cabaña de tracción animal de que disponían.Ya que por esos tiempos los coches y las motos brillaban por su ausencia, creyendo que exagero si digo que había mas de media docena de bicicletas en todo el entorno.

A pesar de que quedábamos citados para muy temprano, siempre había algún rezagado que se retrasaba. Algo lógico, teniendo en cuenta que nadie se iba de excursión sin haber desayunado y que en todas las familias había pequeños a los que atender, sin contar con el que las mujeres eran incapaces de salir de sus casas sin haberlo dejado todo recogido y limpio, tal como era costumbre por aquellos tiempos, por muchas que fueran las quejas de los jóvenes y de los esposos, teniendo todos que terminar por callar y colaborar cuando veíamos que se ponían demasiado nerviosas.

Ya todos reunidos, subían a la Tartana los viejos y los niños, yo entre ellos, acomodando de la mejor forma la impedimenta y provistos todos de aquellos sombreros de paja, que han sido para mi una tradición en esta clase de eventos, se iniciaba la marcha, empuñando sus garrotes los de a pié que los tenían y los que no, provistos de cualquier palo que les sirviera de cayado, en un ambiente de bromas, chirigotas y risas que hacian del viaje una delicia.

Llegados al lugar, después de poner al fresco los alimentos que lo requerían y tomar un tentempié para no afrontar la segunda etapa de la excursión con el estómago vació, los muy pequeños, al cuidado de los muy mayores, se quedaban en aquel bello lugar con las madres mas hacendosas, mientras que los jóvenes y menos jóvenes, a los que les apetecía, emprendían el camino hacia el paraje al que el día anterior se había decidido acudir, sabiendo que al regreso, habría preparado una suculenta comida, generalmente paella, gazpachos o gachamiga y carne y longanizas a la brasa, además de los sabrosísimos entremeses, quesos y picadas típicas de la tierra.

En mis dos primeros años de vacaciones por aquellos lares, por mi corta edad, cuando estaba muy lejos el lugar a visitar, mas de cuatro veces me quedé llorando en el regazo de mi madre, mientras se alejaban mis hermanos y otros jóvenes por aquellos senderos que a mi se me antojaba que conducían a otros mundos, sin imaginar  que a las puertas de mi vejez no quedaría camino, senda o vericueto que mis pies no hubieran hollado en quince kilómetros a la redonda, sin recordar que ni una sola vez me haya aventurado por esos parajes con menos ilusión con que lo hiciera cuando todavía era un párvulo.

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