Mis recuerdos, a veces, se escapan de Elda, mi ciudad natal, para incursionarse por esos benditos campos de Monóvar. En ellos, no es fácil encontrar presencia humana, aunque se intuye. Está en el esmerado labrado de sus tierras; en la limpieza de sus márgenes; en el recien cabado de las cepas; en el rojizo suelo con que el sulfato de hierro las rodea y al mismo tiempo que les da fuerza las proteje; en el azufre que mancha sus pámpanos tratando de evitar a los insectos y en suma en todo el amor que hay desparramado por doquier.
No puedo evitar sesgar un pequeño racimo al paso. Las uvas ya están dulcísimas y su jugo hecho un caldo en el achicharradero, ni calma mi sed, ni mitiga mi calor, pero deja en mi boca y en mis labios un sabor a tarde de verano que me obliga a relamerme una y otra vez. Los bancales desatendidos son signo inequívoco de muerte o de ausencia. No cabe la desidia en esta gente noble y abnegada. Podrán vender o mal vender pero nunca dejar en el abandono lo que recibieron limpio y aseado de manos de sus padres.
No puedo evitar sesgar un pequeño racimo al paso. Las uvas ya están dulcísimas y su jugo hecho un caldo en el achicharradero, ni calma mi sed, ni mitiga mi calor, pero deja en mi boca y en mis labios un sabor a tarde de verano que me obliga a relamerme una y otra vez. Los bancales desatendidos son signo inequívoco de muerte o de ausencia. No cabe la desidia en esta gente noble y abnegada. Podrán vender o mal vender pero nunca dejar en el abandono lo que recibieron limpio y aseado de manos de sus padres.
Y así se expresan todos, saliendo algunas veces esas palabras de boca de algún anciano que ni me explico cómo puede tener fuerza todavía para llegar a la ladera o a la cañada donde, según él dice, aún se entretiene cuando el cuerpo, caprichoso, no le pone la zancadilla.
Entre estos labriegos me llamó por un tiempo la atención una pareja, padre e hijo, que vivian juntos en una cueva situada en la rambla que recorre la aldea de Las Casas del Señor, como si fuese su espina dorsal. Frente a la cueva, cruzando la rambla, una lindísima casa estaba a disposición de ambos, pero por más que les increpasen para que fueran a vivir en ella como personas civilizadas, ellos se negaban dando muestras inequívocas de que en la cueva se encontraban la mar de bien, sin que nadie les llamara la atención por esto o lo otro; haciendo sus fogatas y sus comidas de acuerdo con lo que el frío o el calor requería y con lo que su despensa les deparaba, sin más complicación que rebuscar en sus alforjas, generalmente enriquecidas con las provisiones que la familia les iba arrimando.
El padre se llamaba Angel y todos le decian Angelillo. Era muy avezado en su oficio, sagaz en las preguntas y cauto en las respuestas, y cuando hacía un trato, no sé por qué, me daba la impresión de que cruzaba los dedos por detrás de su espalda para concederse a sí mismo mediante aquella formula esotérica, la facultad de poder decir después que habia dicho pan, donde sin duda alguna habia dicho vino. En pocas palabras, no era muy de fiar. Ya hacía muchísimos años que habia cumplido los ochenta, pero tenía una agilidad y una vitalidad propias de un adolescente. Era bajito, solía llevar chaqueta, aunque bajo de ella en el buen tiempo no llevase mas que una camiseta y su pelo, que conservaba totalmente, era completamente blanco sin que por él hubiese pasado un peine desde la comunión de su último bisnieto. Tenía una vocecita gutural y chillona, pero como no alzaba mucho el diapasón, no resultaba cansina.
Cuando se interesaba en alguna conversación, era muy habitual en él decir lo que imaginaba que iba a ser el final de tu frase antes de que la dijeras, por lo que al equivocarse continuamente tenías que estar también corrigiéndole de continuo y a veces, ya molesto, tras una corrección, movía la cabeza a un lado y otro como diciendo, "tú dirás lo que quieras, pero lo que ibas a decir es lo que yo he dicho."
Entre estos labriegos me llamó por un tiempo la atención una pareja, padre e hijo, que vivian juntos en una cueva situada en la rambla que recorre la aldea de Las Casas del Señor, como si fuese su espina dorsal. Frente a la cueva, cruzando la rambla, una lindísima casa estaba a disposición de ambos, pero por más que les increpasen para que fueran a vivir en ella como personas civilizadas, ellos se negaban dando muestras inequívocas de que en la cueva se encontraban la mar de bien, sin que nadie les llamara la atención por esto o lo otro; haciendo sus fogatas y sus comidas de acuerdo con lo que el frío o el calor requería y con lo que su despensa les deparaba, sin más complicación que rebuscar en sus alforjas, generalmente enriquecidas con las provisiones que la familia les iba arrimando.
El padre se llamaba Angel y todos le decian Angelillo. Era muy avezado en su oficio, sagaz en las preguntas y cauto en las respuestas, y cuando hacía un trato, no sé por qué, me daba la impresión de que cruzaba los dedos por detrás de su espalda para concederse a sí mismo mediante aquella formula esotérica, la facultad de poder decir después que habia dicho pan, donde sin duda alguna habia dicho vino. En pocas palabras, no era muy de fiar. Ya hacía muchísimos años que habia cumplido los ochenta, pero tenía una agilidad y una vitalidad propias de un adolescente. Era bajito, solía llevar chaqueta, aunque bajo de ella en el buen tiempo no llevase mas que una camiseta y su pelo, que conservaba totalmente, era completamente blanco sin que por él hubiese pasado un peine desde la comunión de su último bisnieto. Tenía una vocecita gutural y chillona, pero como no alzaba mucho el diapasón, no resultaba cansina.
Cuando se interesaba en alguna conversación, era muy habitual en él decir lo que imaginaba que iba a ser el final de tu frase antes de que la dijeras, por lo que al equivocarse continuamente tenías que estar también corrigiéndole de continuo y a veces, ya molesto, tras una corrección, movía la cabeza a un lado y otro como diciendo, "tú dirás lo que quieras, pero lo que ibas a decir es lo que yo he dicho."
Como me gustaba llevarme bien con ellos y no quería que se enfadase, cuando él se adelantaba a lo que iba a ser la terminación de mi frase y su error no rompia del todo el hilo de la trama, le asentía con un gesto afirmativo, aunque se hubiese equivocado, y seguia mi cuento de la mejor manera.
Tenía un pequeñísimo tractor que lo trasladaba a cualquier punto por malo que fuese el camino, y su hijo José Maria, al que apodaban El Cojo lo seguía a todas partes, acurrucándose en la tarima de madera que a forma de remolque iba anexa al tractor, enrrollándose como un perrito y agarrándose a la tabla como una lapa. El pobre José Maria nació tullido y lo único que le fue creciendo en proporción fueron los brazos y la cabeza. El resto del cuerpo lo tenia completamente atrofiado, siendo su caja torácica no mayor que la de un niño de diez años. José María solamente movia las extremidades superiores y la cabeza, arrastrando el resto de su cuerpo, pero como era muy menudo y el mal le venía de nacimiento tenía tan aprendidas todas las martingalas que eran precisas para moverse, que dentro de lo que cabe, lo hacía con tal naturalidad que a todos nos sorprendia.
Tenía un pequeñísimo tractor que lo trasladaba a cualquier punto por malo que fuese el camino, y su hijo José Maria, al que apodaban El Cojo lo seguía a todas partes, acurrucándose en la tarima de madera que a forma de remolque iba anexa al tractor, enrrollándose como un perrito y agarrándose a la tabla como una lapa. El pobre José Maria nació tullido y lo único que le fue creciendo en proporción fueron los brazos y la cabeza. El resto del cuerpo lo tenia completamente atrofiado, siendo su caja torácica no mayor que la de un niño de diez años. José María solamente movia las extremidades superiores y la cabeza, arrastrando el resto de su cuerpo, pero como era muy menudo y el mal le venía de nacimiento tenía tan aprendidas todas las martingalas que eran precisas para moverse, que dentro de lo que cabe, lo hacía con tal naturalidad que a todos nos sorprendia.
Tenía una mirada bondadosa, igual que aquella con la que su madre, me imagino, lo miraba, cuando su amor no era suficiente para transformarlo en un niño normal, pero como ocurre con casi todos los niños que han sido perseguidos por la incomprensión, la mala fe y la mofa de los niños, que siempre han sido los peores verdugos, mientras te miraba, parecía estar pensando cuándo ibas a empezar a herir sus sentimientos. Por eso, el lento progreso que experimentaba su amistad y la sensación que se respiraba cada vez que nos encontrábamos, como si fuera, casi, la primera que nos veiamos. Era muy característico en él, el apartar de tu alcance aquello que observaba que llamaba tu atención, especialmente cuando habías pedido que te lo prestase por un momento. Cuando esto ocurria soltaba una carcajada como si estuvieses bromeando, pero si insistías, te lo acercaba muy a regañadientes, sin llegar a soltarlo de la mano o como poco, sin perder el objeto de vista y después lo apartaba abiertamente lo más lejos posible y con disimulo, poco a poco iba tapándolo con esto y con lo otro hasta que quedaba completamente fuera de la vista.
Por eso era mejor no pedirle nada, y cuando era él, el que algo te mostraba, podías estar seguro de que era una inequivoca muestra de confianza y amistad.
Era muy ambicioso y ahorrativo y solo gastaba su dinero para comprar tierra, si ésta se la vendian a muy buen precio. José María podría tener en los tiempos de los que estoy hablando alrededor de cuarenta y cinco años, no era feo de cara y solo la deformación de su cuerpo era lo que lo afeaba. El esternón le apuntaba hacia el frente como si fuera una quilla y sus hombros, cuando apoyaba los brazos en el suelo, casi se incrustaban debajo de sus orejas. Aún así , no sé si dirigido por su ingenio o por el de algún magnífico mecánico, se hizo construir a partir de la extructura de una moto Vespa un tinglado a forma de carromoto compacto en el que él, solo o acompañado de su padre, se trasladaba a las aldeas circundantes para vender articulos de primera necesidad de los que se aprovisionaba generalmente en Pinoso o en Monóvar, cercanas a Las Casas del Señor, para así obtener un beneficio adicional al que le proporcionaban las cosechas de sus tierras.
Aunque cueste creerlo, sus tierras estaban perfectamente atendidas y lo digo, levantando mi mano para dar fe de mi palabra, porque ese viejete casi nonagenario, con su pequeño tractor labraba y abonaba y en un plis plás se subía a los almendros más altos como si fuese una ardilla para podarlos en el invierno o para ir golpeando desde la altura, las almendras a las que no habia alcanzado desde abajo, mientras el tullido, con una agilidad pasmosa y como si se tratara de una oruga gigante se arrastraba recogiendo las almendras que caian fuera de las redes, depositándolas sobre ellas, para luego, al alimón con su padre, verter su contenido en los correspondientes sacos, que después, sobre la plataforma del remolque antes descrita, trasladarlos a la cueva, donde en amor y compañia sacaban la cortezas casi desprendidas de la cáscaras de la almendra propiamente dicha.
Siempre estaban activos y cuando hablaban conmigo, considerándome mas versado que ellos, me colmaban de preguntas, cual de ellas más lejos de lo que se suponía podía ser la conversación de aquella gente, que equivocadamente no aparentaba gozar de una cultura que para él hubiese querido cualquier bachiller.
Aunque cueste creerlo, sus tierras estaban perfectamente atendidas y lo digo, levantando mi mano para dar fe de mi palabra, porque ese viejete casi nonagenario, con su pequeño tractor labraba y abonaba y en un plis plás se subía a los almendros más altos como si fuese una ardilla para podarlos en el invierno o para ir golpeando desde la altura, las almendras a las que no habia alcanzado desde abajo, mientras el tullido, con una agilidad pasmosa y como si se tratara de una oruga gigante se arrastraba recogiendo las almendras que caian fuera de las redes, depositándolas sobre ellas, para luego, al alimón con su padre, verter su contenido en los correspondientes sacos, que después, sobre la plataforma del remolque antes descrita, trasladarlos a la cueva, donde en amor y compañia sacaban la cortezas casi desprendidas de la cáscaras de la almendra propiamente dicha.
Siempre estaban activos y cuando hablaban conmigo, considerándome mas versado que ellos, me colmaban de preguntas, cual de ellas más lejos de lo que se suponía podía ser la conversación de aquella gente, que equivocadamente no aparentaba gozar de una cultura que para él hubiese querido cualquier bachiller.
Los cálculos sobre el rendimiento de la almendra era una de las cosas que más les gustaba tocar, pero como el que yo estuviera presente no interrumpia sus labores, preguntaban y escuchaban mientras separaban las almendras del piquet y las del cid de las marconas y de las mollares, para después separar las marconas de las mollares ya que si iban mezcladas las pagaban todas por el mínimo precio y separadas las marconas eran bastante más caras que las del piquet y las del cid y las mollares mucho mas caras que las marconas.
En estas consideraciones y entre pelar y separar se nos pasaba la mañana y cuando llegaba la hora de almorzar, sabiendo que no eran muy dados a invitaciones y agasajos, sacaba la comida de mi mochila y siguiendo el ritual de ellos aprendido me ponía a comer sin decir palabra, sin ocurrírseme ni mucho menos insinuar si algo de lo que habia a la vista les apetecia.
El pobre viejo llegaba a su fin, lo adiviné porque me preguntó si le compraba el tractor y las ovejas. Pocas ganas debían de quedarle para desprenderse de lo que le distraia y daba vida.
En estas consideraciones y entre pelar y separar se nos pasaba la mañana y cuando llegaba la hora de almorzar, sabiendo que no eran muy dados a invitaciones y agasajos, sacaba la comida de mi mochila y siguiendo el ritual de ellos aprendido me ponía a comer sin decir palabra, sin ocurrírseme ni mucho menos insinuar si algo de lo que habia a la vista les apetecia.
El pobre viejo llegaba a su fin, lo adiviné porque me preguntó si le compraba el tractor y las ovejas. Pocas ganas debían de quedarle para desprenderse de lo que le distraia y daba vida.
José María ya hacía tiempo que no le acompañaba. El asma lo asfisiaba y necesitaba estar quieto. Tenia los pulmones oprimidos en la carcasa de un torax de niño, y sólo podia respirar ayudándose con un aerosol que cada dia le hacía menos efecto.
Practicamente murieron a la par, padre e hijo, los amigos del alma que aún deben deambular por sus bancales, viendo pintar la oliva y arrancando los mamantones para que no pierda la fuerza el árbol.
Seguro que cuando Dios los llame para su juicio los encontrará a la sombra de aquellos gigantes que había a la orilla de la rambla del vertedero y Dios podrá ver que su obra está bien atendida, contemplando la tierra labrada con esmero, los árboles podados y cuajados de flor y las márgenes completamente limpias a golpe de legón. Y visto eso, no querrá hacer mas indagaciones y se los llevará directos al cielo.
No les faltaron rezos y misas, pero sin duda lo que más agradecieron fueron las palabras de su familia cuando casi a la par dijeron: "NO PODEMOS DEJAR QUE SE PIERDAN ESOS BANCALES QUE HAN SIDO LA VIDA DE NUESTRO PADRE Y DE NUESTRO HERMANO."
2 comentarios:
Qué bonito homenaje dejas a esas personas aquí. En ocasiones parece que estoy leyendo a algún clásico de la novela costumbrista.
Me pregunto si ese José María el cojo era aquel que vendía pipas en las fiestas de Las Casas.
Tu lo has dicho. Aquel era exactamente,
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