Mi querida Elda, mi pueblo natal, donde empezó a forjarse mi carácter y donde emulé en sueños a todos los genios del universo, sintiéndome capaz de ejecutar las más extraordinarias gestas desde la más tierna edad, en que recuerdo haber querido emprender un viaje a las selvas más remotas del África Central, donde suponía que debía residir Tarzán de los Monos.
Mi edad, la suficiente como para creer poder hacer ese viaje, acompañado de mi mejor amigo por aquel entonces, Paquito Bellot, a bordo del postigo de una ventana, pintada de verde, de madera maciza, de esas que por aquellos años aún se fabricaban, a la que mi hermano Gillermo, once años mayor que yo, me había prometido acoplar unas ruedas que nunca tuvo el tiempo ni el dinero necesarios para ejecutar, quedando el trabajo sin ultimar y con él, mi sueño roto.
Ante los continuos aplazamientos, decidí y pude convencer a mi amigo para que partiésemos al día siguiente, que por ser jueves, no teníamos colegio por la tarde.
Como el supuesto coche estaba sin ruedas, éramos conscientes de que no podríamos subir en él aunque alcanzásemos trayectos cuesta abajo, pero siempre podría servirnos para acarrear, aunque fuese a rastras, los útiles y alimentos que teníamos que llevar en el viaje.
La víspera estuvo llena de nerviosismo, sobretodo para mi amigo, que aunque se dejaba llevar, no estaba tan convencido como yo del éxito que iba a tener nuestro viaje. Además en tan poco tiempo teníamos que conseguir todo cuanto podía hacernos falta, tal como una mochila o una buena bolsa, lo suficientemente fuerte como para que no se rompiese al rozar con las ramas de los árboles, un buen cuchillo que cortase bien, una linterna, una cuerda de dos metros por lo menos, dos cajas de cerillas, una vela, una botella con agua, un par de barras de pan y algunas onzas de chocolate. No haría falta mucho más porque inmediatamente que llegásemos a la selva podríamos alimentarnos con los plátanos y todas las frutas que allí colgaban de las ramas.
A la hora convenida nos encontramos en el portal del patio de David Rico Rico, un niño algo mayor que yo, que después tuve la dicha de que me brindase su amistad, que duró hasta su muerte. El padre de este inolvidable amigo se llamaba D. Recaredo Rico y era el aparejador del Excmo. Ayuntamiento de Elda, quien con su esposa Doña Adelina Rico, formaron un matrimonio que a mi criterio, mientras los conocí, fueron un modelo en cuyo espejo, aspiraba verme reflejado cuando llegase a formar una familia.
Mi amigo Paquito, no vino provisto más que de la merienda y yo lo único que pude conseguir fue, además de la merienda un mechero que me encontré en un cajón, del que saltaba la chispa pero no encendía, aunque pronto convencí a Paquito de que con él podiamos encender fuego haciendo saltar la chispa sobre las hojas secas, que en la selva debían ser muy abundantes.
Sentados en el portal del patio de David Rico empezamos a trazar el plan de de lo que iba a ser nuestro inmediato viaje y, considerando que debíamos estar fuertes, decidimos merendar mientras decidíamos hacia dónde debíamos dirigirnos y calcular el tiempo que más o menos íbamos a tardar.
A pesar de que no llevábamos ninguna impedimenta, decidimos llevar nuestro carro sin ruedas, para con él, acarrear los alimentos y útiles que pudiéramos ir encontrando por el camino, y como el lugar donde nos encontrábamos era la C/ Eugénio Montes, semiesquina a la C/ Antonio Maura, pensamos que lo mejor era dirigirnos a la C/ Lamberto Amat para desembocar en la Carretera de Monovar, que casi seguro nos pondría en dirección de ÁFRICA.
No habíamos recorrido ni la mitad de la C/ Eugenio Montes, cuando a la altura de donde estuvo la fábrica de productos químicos "KAROLA", FRENTE A LA FUNERARIA QUE POR ENTONCES ALLI HABÍA Y DONDE LOS DÍAS CINCO DE ENERO SOLÍA PEDIR ALGO DE PAJA PARA LOS CABALLOS DE LOS REYES, mi amigo Paquito empezó a sentir la morriña de su madre, -encantadora matrona de ojos azules y pelo blanquísimo que solo salió a la calle el día de su entierro, debido a que por el asma y a la excesiva gordura que padecía el asma no podía bajar y subir las escaleras de un tercer piso-, y muy seriamente me dijo:
Ante los continuos aplazamientos, decidí y pude convencer a mi amigo para que partiésemos al día siguiente, que por ser jueves, no teníamos colegio por la tarde.
Como el supuesto coche estaba sin ruedas, éramos conscientes de que no podríamos subir en él aunque alcanzásemos trayectos cuesta abajo, pero siempre podría servirnos para acarrear, aunque fuese a rastras, los útiles y alimentos que teníamos que llevar en el viaje.
La víspera estuvo llena de nerviosismo, sobretodo para mi amigo, que aunque se dejaba llevar, no estaba tan convencido como yo del éxito que iba a tener nuestro viaje. Además en tan poco tiempo teníamos que conseguir todo cuanto podía hacernos falta, tal como una mochila o una buena bolsa, lo suficientemente fuerte como para que no se rompiese al rozar con las ramas de los árboles, un buen cuchillo que cortase bien, una linterna, una cuerda de dos metros por lo menos, dos cajas de cerillas, una vela, una botella con agua, un par de barras de pan y algunas onzas de chocolate. No haría falta mucho más porque inmediatamente que llegásemos a la selva podríamos alimentarnos con los plátanos y todas las frutas que allí colgaban de las ramas.
A la hora convenida nos encontramos en el portal del patio de David Rico Rico, un niño algo mayor que yo, que después tuve la dicha de que me brindase su amistad, que duró hasta su muerte. El padre de este inolvidable amigo se llamaba D. Recaredo Rico y era el aparejador del Excmo. Ayuntamiento de Elda, quien con su esposa Doña Adelina Rico, formaron un matrimonio que a mi criterio, mientras los conocí, fueron un modelo en cuyo espejo, aspiraba verme reflejado cuando llegase a formar una familia.
Mi amigo Paquito, no vino provisto más que de la merienda y yo lo único que pude conseguir fue, además de la merienda un mechero que me encontré en un cajón, del que saltaba la chispa pero no encendía, aunque pronto convencí a Paquito de que con él podiamos encender fuego haciendo saltar la chispa sobre las hojas secas, que en la selva debían ser muy abundantes.
Sentados en el portal del patio de David Rico empezamos a trazar el plan de de lo que iba a ser nuestro inmediato viaje y, considerando que debíamos estar fuertes, decidimos merendar mientras decidíamos hacia dónde debíamos dirigirnos y calcular el tiempo que más o menos íbamos a tardar.
A pesar de que no llevábamos ninguna impedimenta, decidimos llevar nuestro carro sin ruedas, para con él, acarrear los alimentos y útiles que pudiéramos ir encontrando por el camino, y como el lugar donde nos encontrábamos era la C/ Eugénio Montes, semiesquina a la C/ Antonio Maura, pensamos que lo mejor era dirigirnos a la C/ Lamberto Amat para desembocar en la Carretera de Monovar, que casi seguro nos pondría en dirección de ÁFRICA.
No habíamos recorrido ni la mitad de la C/ Eugenio Montes, cuando a la altura de donde estuvo la fábrica de productos químicos "KAROLA", FRENTE A LA FUNERARIA QUE POR ENTONCES ALLI HABÍA Y DONDE LOS DÍAS CINCO DE ENERO SOLÍA PEDIR ALGO DE PAJA PARA LOS CABALLOS DE LOS REYES, mi amigo Paquito empezó a sentir la morriña de su madre, -encantadora matrona de ojos azules y pelo blanquísimo que solo salió a la calle el día de su entierro, debido a que por el asma y a la excesiva gordura que padecía el asma no podía bajar y subir las escaleras de un tercer piso-, y muy seriamente me dijo:
Juanito, ¿por qué no lo dejamos para otro día, cuando el carro tenga puestas las ruedas? Y MEJOR DOMINGO, PARA PODER SALIR POR LA MAÑANA TEMPRANO.
Yo traté de convencerlo de que era mejor que siguiéramos, ya que ya habíamos empezado el viaje y le aseguré que cuando Tarzán supiera todo el recorrido que habíamos hecho para conocerlo, seguro que nos premiaría con parte de alguno de los tesoros que él conocía, pudiendo volver para hacer ricos a nuestros padres.
Yo traté de convencerlo de que era mejor que siguiéramos, ya que ya habíamos empezado el viaje y le aseguré que cuando Tarzán supiera todo el recorrido que habíamos hecho para conocerlo, seguro que nos premiaría con parte de alguno de los tesoros que él conocía, pudiendo volver para hacer ricos a nuestros padres.
Pero como a causa de mi presión, presentí por la forma en que se le humedecían los ojos, que de un momento a otro se iba a poner a llorar, desistí de mi intento y cogiendo la soga que arrastraba nuestro insólito carro sin ruedas, lo hice girar en redondo, no sin alguna dificultad e invité a a mi amigo para pasar el resto de la tarde jugando con los bichos en el bendito patio de mi abuela, lejos de los peligros de las intrincadas selvas.
2 comentarios:
¡Qué recuerdo tan entrañable, papá!
Mira que me he emocionado veces con las cosas que escribes, pero con esta historia te llevas la palma.
Esa candidez, esa ilusión que tan bien imagino en un niño, soñando con la aventura de alcanzar África (más allá de Monovar) y conocer a Tarzán llevando la merienda y poco más.
¡Qué bonito! No lo olvidaré.
A mí lo que me maravilla es que puedas recordar tantas cosas... con tanto detalle...Me encanta el hecho de que escribas un blog porque sé que algún día, tus nietos se reencontrarán con su abuelo a través de estos escritos y aprenderán de tí todo lo que yo tube la dicha de aprender.
Precioso papá
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