La memoria es como un gran desván donde se guarda lo que no es cotidiano, y también lo que dentro de su cotidianidad, en un momento determinado nos impactó de forma especial.
También se guardan los momentos que nos causaron satisfacción; los que tuvieron a flor de piel nuestra sensibilidad; los que nos hirieron y decepcionaron provocándonos desdicha; los que nos hicieron sentirnos orgullosos...
A la memoria no le gusta guardar ciertos recuerdos, pero no puede eludirlos. Aún así, procura que cuanto más nos puedan avergonzar, mejor escondidos queden; mas angosto y oscuro sea el lugar donde se escondan. Los demás recuerdos, los de dichas infinitas y los de tristezas livianas, pululan por doquier, y por su abundancia, a veces, pasa mucho tiempo antes de que los volvamos a reencontrar.
Los más dificiles de hallar, que casi siempre vienen a ser los que más nos sorprenden, son los que vuelven a nosotros de forma imprevista, como un flash que da luz a la memoria, a la que acuden unas imágenes, a veces desdibujadas, que van abriéndonos sus puertas hasta descubrirnos lo que ni siquiera sabíamos que estaba en el inventario de nuestro consciente; algo a veces tan lejano que dudamos si será realidad, llegando a atormentarnos el no poder comprobarlo, cuando no podemos encontrar a quien nos lo corrobore, por estar muertos todos los que podían haberlo hecho.
Siendo adolescente tuve una experiencia que me impresionó. Al hervir, la leche con la que mi madre iba a preparar los desayunos, se desbordó consumiéndose parte de ella al intenso calor de la plancha de hierro de aquél fogón antiguo que a veces llegaba a ponerse al rojo. El olor de esa leche vertida y chamuscada me trajo el recuerdo de mi propia imagen con no más de dos años de edad. Estaba junto a un hombrecito no mucho más alto que yo, que me hacía carantoñas. Sus manos, su ropa, todo él olía a leche y había llegado a mi casa en un carro tirado por un caballo algo mayor que un poney. Me ví subido en el carro y llevado a una casa de campo donde había toda clase de animales y supe que me sentia muy feliz en aquel ambiente.
Me faltó tiempo para contarle a mi madre mi visión y ella, algo sorprendida de que hubiese podido acordarme de ello, me contó que cuando aún era yo muy pequeño, tanto que quizás solo chapurrease algunas palabras, venía a casa un lechero al que se le conocía como Juanico El Cabrero, que tenia amputadas las piernas por debajo de las ingles, protegiendo sus muñones con unos cueros que los envolvían. Aún así daba pasos cortitos cuando media la leche y tenía una agilidad fuera de lo común cuando tenia que subir o bajar del carro.
Juanico "El Cabrero" murió y su ausencia desvaneció su imagen, volviendo a mí catorce años después, porque un olor fue la llave que abrió la puerta de su recuerdo.
Los más dificiles de hallar, que casi siempre vienen a ser los que más nos sorprenden, son los que vuelven a nosotros de forma imprevista, como un flash que da luz a la memoria, a la que acuden unas imágenes, a veces desdibujadas, que van abriéndonos sus puertas hasta descubrirnos lo que ni siquiera sabíamos que estaba en el inventario de nuestro consciente; algo a veces tan lejano que dudamos si será realidad, llegando a atormentarnos el no poder comprobarlo, cuando no podemos encontrar a quien nos lo corrobore, por estar muertos todos los que podían haberlo hecho.
Siendo adolescente tuve una experiencia que me impresionó. Al hervir, la leche con la que mi madre iba a preparar los desayunos, se desbordó consumiéndose parte de ella al intenso calor de la plancha de hierro de aquél fogón antiguo que a veces llegaba a ponerse al rojo. El olor de esa leche vertida y chamuscada me trajo el recuerdo de mi propia imagen con no más de dos años de edad. Estaba junto a un hombrecito no mucho más alto que yo, que me hacía carantoñas. Sus manos, su ropa, todo él olía a leche y había llegado a mi casa en un carro tirado por un caballo algo mayor que un poney. Me ví subido en el carro y llevado a una casa de campo donde había toda clase de animales y supe que me sentia muy feliz en aquel ambiente.
Me faltó tiempo para contarle a mi madre mi visión y ella, algo sorprendida de que hubiese podido acordarme de ello, me contó que cuando aún era yo muy pequeño, tanto que quizás solo chapurrease algunas palabras, venía a casa un lechero al que se le conocía como Juanico El Cabrero, que tenia amputadas las piernas por debajo de las ingles, protegiendo sus muñones con unos cueros que los envolvían. Aún así daba pasos cortitos cuando media la leche y tenía una agilidad fuera de lo común cuando tenia que subir o bajar del carro.
Juanico "El Cabrero" murió y su ausencia desvaneció su imagen, volviendo a mí catorce años después, porque un olor fue la llave que abrió la puerta de su recuerdo.
Me alegró haberlo recordado y me alegró de que mi madre me hablase sobre él. Había sacado adelante a su familia y a pesar de su supuesta invalidez segaba, alimentaba a los animales, pasturaba, ordeñaba a las cabras y después vendía la leche y los quesos, así como la carne de los animales que sacrificaba, apoyado en sus dos muñones y en los nudillos de sus manos encallecidas, que le arrastraban por el suelo mucho mas ostensiblemente que si fuera un simio.
YO CREO QUE SE MERECE ESTE RECUERDO Y QUIZÁS PUEDA SERVIR DE EJEMPLO PARA QUIEN POR DESGRACIA PUEDA ESTAR EN UNA SITUACIÓN SIMILAR A LA SUYA. PORQUE SINCERAMENTE CREO QUE PRECISAMENTE POR SER COMO ERA Y POR ESTAR COMO ESTABA, GOZÓ MAS INTENSAMENTE QUE CUALQUIERA DE NOSOTROS SUS PEQUEÑAS Y GRANDES SATISFACCIONES.
En mi relato anterior, tuve que hacer esfuerzos para no desviarme de la historia que quería contar. Conforme describía el entorno del lugar donde se estaba iniciando y de inmediato iba a concluir la mayor aventura de mi vida, hasta ese momento, brotaban de mi mente tal cantidad de recuerdos, que si hubiese dado rienda suelta a mi deseo y hubiese hablado de todos ellos, no habría podido concluir lo que en un principio habia empezado a contar. Me abstuve de ello entonces, pero tampoco quiero que se quede en el tintero nada de aquello que por la fuerza con que a mí acude, considere que merece salir a la luz, con la esperanza de que de todo ello, haya algo que pueda serviros si es que quereis aprovechar la experiencia ajena, que ojalá para el mal siempre así fuera y podría ser, si fuéramos mas dóciles y no nos empeñásemos en sufrir en nuestras propias carnes lo que podíamos haber evitado con solo haber hecho caso a quienes sobre ello nos aleccionaron, confiados siempre en sus sabios consejos.
Vuelvo a hacer por tanto alusión a la Funeraria que habia en la C/ Eugenio Montes, frente a donde se ubicaba la Fábrica de Productos Químicos "Karola" Y A LA DERECHA ENTRANDO, DE LO QUE MUCHO DESPUÉS SERIA Y YA NO ES LA FÁBRICA DE ZAPATOS DE JUAN VIDAL BAÑÓN, padre de mi gran amigo del alma Antoñín, El Cabecilla, hoy monje en el Monasterio de Silos desde ya hace más de cuarenta años... , y decía que los días cinco de Enero de cada año, acudía a pedirle un poco de paja al encargado de de los caballos.
YO CREO QUE SE MERECE ESTE RECUERDO Y QUIZÁS PUEDA SERVIR DE EJEMPLO PARA QUIEN POR DESGRACIA PUEDA ESTAR EN UNA SITUACIÓN SIMILAR A LA SUYA. PORQUE SINCERAMENTE CREO QUE PRECISAMENTE POR SER COMO ERA Y POR ESTAR COMO ESTABA, GOZÓ MAS INTENSAMENTE QUE CUALQUIERA DE NOSOTROS SUS PEQUEÑAS Y GRANDES SATISFACCIONES.
En mi relato anterior, tuve que hacer esfuerzos para no desviarme de la historia que quería contar. Conforme describía el entorno del lugar donde se estaba iniciando y de inmediato iba a concluir la mayor aventura de mi vida, hasta ese momento, brotaban de mi mente tal cantidad de recuerdos, que si hubiese dado rienda suelta a mi deseo y hubiese hablado de todos ellos, no habría podido concluir lo que en un principio habia empezado a contar. Me abstuve de ello entonces, pero tampoco quiero que se quede en el tintero nada de aquello que por la fuerza con que a mí acude, considere que merece salir a la luz, con la esperanza de que de todo ello, haya algo que pueda serviros si es que quereis aprovechar la experiencia ajena, que ojalá para el mal siempre así fuera y podría ser, si fuéramos mas dóciles y no nos empeñásemos en sufrir en nuestras propias carnes lo que podíamos haber evitado con solo haber hecho caso a quienes sobre ello nos aleccionaron, confiados siempre en sus sabios consejos.
Vuelvo a hacer por tanto alusión a la Funeraria que habia en la C/ Eugenio Montes, frente a donde se ubicaba la Fábrica de Productos Químicos "Karola" Y A LA DERECHA ENTRANDO, DE LO QUE MUCHO DESPUÉS SERIA Y YA NO ES LA FÁBRICA DE ZAPATOS DE JUAN VIDAL BAÑÓN, padre de mi gran amigo del alma Antoñín, El Cabecilla, hoy monje en el Monasterio de Silos desde ya hace más de cuarenta años... , y decía que los días cinco de Enero de cada año, acudía a pedirle un poco de paja al encargado de de los caballos.
Entre otros, había dos negros impresionantes que siempre formaban pareja en la carroza fúnebre de los hombres, (me imagino que sabréis que había otra para las mujeres y otra para los niños, toda ella blanca como la pureza), ambos caballos eran preciosos, pero de ellos, uno era amigable y dócil, por lo que era mi preferido. Sin embargo, curiosamente, solo recuerdo el nombre del más arisco, del mas antipático. Se llamaba "GAONA". El olvidar los nombres que con más motivo debiera recordar es algo que se repite en mi, de forma tan reiterada, que me siento culpable de tales irreverencias, teniendo en cuenta que mi olvido, a veces alcanza a personas que han tenido mucho que ver en ciertos aspectos de mi vida, mientras sin ningún motivo, aparente o real, recuerdo nombres y secuencias intrascendentes. En verdad quisiera llegar a comprender el motivo de este misterio. Y mira por donde en este instante, me acabo de acordar del nombre del otro caballo; de mi preferido: "JEREZANO" Negro como el alma del demonio y tan bueno y noble como no encuentro palabras para describir.
El pedir la paja para los Caballos de los Reyes Magos, y con esto pueden darse ustedes una idea de lo jovencito que debia ser por aquel entonces, se debía a que el regalo que más he ansiado a lo largo de toda mi vida era un toro de cartón piedra que habia expuesto en una tienda que se llamaba Muebles Flori, situada junto al inolvidable Hotel Juanito en la Calle entonces Jardines, luego Queipo de Llano y de nuevo Jardines, salvo que dado el Gobierno actual no la hayan bautizado como calle de La Pasionaria o vaya Vd. a saber.
El pedir la paja para los Caballos de los Reyes Magos, y con esto pueden darse ustedes una idea de lo jovencito que debia ser por aquel entonces, se debía a que el regalo que más he ansiado a lo largo de toda mi vida era un toro de cartón piedra que habia expuesto en una tienda que se llamaba Muebles Flori, situada junto al inolvidable Hotel Juanito en la Calle entonces Jardines, luego Queipo de Llano y de nuevo Jardines, salvo que dado el Gobierno actual no la hayan bautizado como calle de La Pasionaria o vaya Vd. a saber.
La estampa de ese toro era mi obsesión y su imagen la he recordado a lo largo de toda mi juventud y aún la recuerdo.
Lo perdí porque los Reyes Magos se enfadaron al ver que no habia dejado algo de comer para sus caballos...¡Qué buena excusa para unos padres a los que sólo les alcanzó para comprarme una vaquita no más grande que un chihuahua, asentada sobre una tablita con cuatro ruedas sobre las cuales se deslizaba la miniatura si se la empujaba adecuadamente.
Cuando veinticinco años después mi hijo Tomás insinuó su deseo por un caballo de juguete, le compré el mas hermoso caballo que encontré en las mejores tiendas de Benidorm, donde por entonces residia. No sé si el se acordará tanto de su caballo, como yo del que nunca tuve, pero lo que si estoy seguro es de que él no aprendió ninguna lección, ni maduró como yo maduré al comprobar que no siempre se alcanzan los deseos.
Y es que por entonces, como está empezando a ocurrir ahora, cualquiera se daba por dichoso si podía llegar a fin de mes habiendo cubierto sus más elementales necesidades, siendo una bendición la dicha inigualable de tener un empleo con el que poder sacar adelante a la familia.
Lo perdí porque los Reyes Magos se enfadaron al ver que no habia dejado algo de comer para sus caballos...¡Qué buena excusa para unos padres a los que sólo les alcanzó para comprarme una vaquita no más grande que un chihuahua, asentada sobre una tablita con cuatro ruedas sobre las cuales se deslizaba la miniatura si se la empujaba adecuadamente.
Cuando veinticinco años después mi hijo Tomás insinuó su deseo por un caballo de juguete, le compré el mas hermoso caballo que encontré en las mejores tiendas de Benidorm, donde por entonces residia. No sé si el se acordará tanto de su caballo, como yo del que nunca tuve, pero lo que si estoy seguro es de que él no aprendió ninguna lección, ni maduró como yo maduré al comprobar que no siempre se alcanzan los deseos.
Y es que por entonces, como está empezando a ocurrir ahora, cualquiera se daba por dichoso si podía llegar a fin de mes habiendo cubierto sus más elementales necesidades, siendo una bendición la dicha inigualable de tener un empleo con el que poder sacar adelante a la familia.
Por eso, en esas circunstancias, cualquier gasto accesorio como los regalos de "los Reyes Magos", por muy tradicional que fuera y con una familia númerosa como la mia, era un suplicio para cualquier padre que no soportase ver la desilusión en los ojos de sus hijos.
De ahí esa mentirijilla sobre la comida de los caballos, que solo descubri años más tarde, pero que mientras tanto sirvió para que comprendiera la causa de mi fracaso, aceptase el escarmiento y a partir de entonces no solo tuvieran la paja, sino tambien los rosigones de pan que iba guardando, así como la ración correspondiente de agua que les preparaba en un par de calderos, poniendo a mis padres en un verdadero apuro al dejarlos sin excusa en los años sucesivos.
2 comentarios:
Se me escapan los suspiros. Es como ver una película en blanco y negro con un niño de pantalosnes cortos, al estilo de Pablito Calvo en Marcelino.
Imaginando ese renuncia forzosa de tus padres (de cualquier padre) ante las peticiones llenas de ilusión de un hijo se me inunda el pecho de emoción.
Has escrito dos entradas maravillosas.
Papá....siempre que escribes cosas sobre tu niñez me conmueves sobremanera.. recuerdo aquel caballo que le regalaste a Tomás..e incluso puede que aún relinche por algún rincón del trastero..En la primera parte hay una foto de unas manos que sostienen unas fotografías...y aunque no son las tuyas en un principio me lo han parecido..así que me he quedado embelesada mirándolas,y echándolas de menos.
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