jueves, 27 de mayo de 2010

RELATOS QUE PUDIERON SER CIERTOS nº 10

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Después de vagar varias horas por laderas y cañadas que formaban parte de la orografía de un paraje montañoso para mí desconocido hasta ese momento, me encontré con el inicio de un valle de una frondosidad infrecuente. La vegetación era exhuberante y variada; en el aire vibraba un desafinado concierto de cigarras asidas a los troncos y ramas de la maraña vegetal, mientras los grillos camuflados entre la espesura de la hierva, hacian el contrapunto al monótono coro del chicharral, con melodías mas cortas y afinadas, dejando ver a intervalos las enlutadas libreas de sus cuerpecillos sobre el verde oscuro de la preciosa alfombra de segaisa que cubria el suelo, dando al entorno una frescura lujuriosa, propiciada por su humedad constante y su sombra permanente.

La pendiente por la que había que descender para llegar a la planicie tenía forma de herradura que extendía sus brazos, abriéndolos suavemente, desde el vértice que ocupaba mi presencia hasta mas allá de lo que mi vista alcanzaba, en una perspectiva inversa, ya que la anchura del valle iba ensanchándose conforme se alejaba de mi presencia hasta superar los ochocientos metros más o menos en la mayor parte de su recorrido, y como su longitud era de varios kilómetros y salvo que andases totalmente marginado, no se veian los extremos, dada la espesa vegetación que lo cubría, su exploración resultaba sobrecogedora, teniendo en cuenta además la abundante y variada fauna que había hecho de aquel valle su hábitat permanente y cuyos cánticos, gruñidos, berreos, balidos y algún que otro aullido, a veces me ponían los pelos de punta.

Sin duda este valle recogía las aguas de la lluvia que resbalando por las vertientes de su cuenca habían ido formando una veintena de cañadas por las que se expandia y por las que circulaban las aguas de lluvia, que cuando era muy copiosa desembocaban en torrentera como afluentes de aquel cauce improvisado, arrastrando residuos de aluvión ricos en nutrientes que mantenían la vegetación en un constante esplendor y la fauna, que gozaba de un magnifico equilibrio ecológico, con la vitalidad y el colorido de una primavera permanente.

No eran endemicos los insectos en aquel paraiso, aunque los hubiera, algunos de ellos de una belleza exquisita, porque en las paredes de tierra que acunaban lo que un día fuera cauce, los abejarucos habían excavado sus nidos, sobrevolando el valle con su incansable y reiterado canto, moteando los espacios alternativamente con la belleza de su plumaje multicolor, entrecruzándose en sus vuelos con los vencejos, inquilinos de los huecos abandonados por los abejarucos, que por no ser competitivos con ellos en cuanto a sus presas de caza, a pesar de ser ambos insectívoros, se ignoraban mutuamente, mientras que en las charcas de las hondonadas, donde se mantenian de forma casi permanente las aguas de las lluvias, las ranas también daban buena cuenta de cualquier insecto que pasase a su alcance, amenizando además la cacería con sus cánticos a coro mientras cada una de ellas buscaba un rayito de sol de los que sutilmente lograban filtrarse a través del follaje, para entibiar su piel, de la que si se observaba con atención podia apreciarse como surgia un reflejo tornasol cuando la luz les incidía oblicuamente a través del vapor que se desprendia de sus lomos.

La fauna era esquiva, lo que me hacía suponer que había depredadores, pero aún así, de vez en cuando pude ver desaparecer ante mi vista, como una exhalación, algún que otro venado, conejos, erizos, e infinidad de aves, cuál de ellas más exótica.

Después de avanzar varios kilometros, en el centro del valle, cual si fuera el tronco de un gigantesco arbol petrificado, una mole de un conglomerado mineral de un diámetro de más de cinco metros, se abría paso hacia la luz llegando a superar las copas de los árboles que la rodeaban. Trás una observación meticulosa pude apreciar en su base una abertura que en forma de chimenea llegaba hasta lo mas alto del inmenso monolito, que las aguas, a través de los años, habían ido erosionando por su interior, ocupado sin duda por algún mineral muchisimo mas vulnerable a la erosión, a través de la cual, gracias a la irregularidad de sus paredes pude escalar con mucha facilidad hasta ascender a la superficie de la roca, para desde allí, por encima de las copas de los árboles poder dominar todo el inmenso panorama que se extendia mas allá de lo que mi vista alcanzaba, haciéndome sentir como un ave más de las muchas que por allí pululaban.

El microclima de aquel valle era agradabilísimo, casi lascivo, sorprendiéndome a mí mismo en más de una ocasión con los ojos entornados respirando el aire impregnado de aromas de ambrosía y sin más voluntad que la de echarme sobre su hierba para henchirme de vida, de paz y de armonía para mi cuerpo y para mi alma, que sinceramente en esos momentos estaba en un segundo plano.

A pesar de parecer salvaje, se intuía que aquel valle en otros tiempos habia sido cuidado, porque la disposición de sus árboles parecian guardar cierta simetría y a través de su frondosidad permanecían los vestigios de caminos que recorrían su perímetro, de donde partían lo que no podían ser mas que antiguos paseos que se incursionaban en el interior del valle, entrecruzándose con otros que seguían otras direcciones, pero que si se les seguía terminaban volviendo a interceptarse con algún camino principal de forma ordenada, aunque actualmente hubieran crecido arbustos , enredaderas y otras plantas que habían camuflado el esplendor que ahora solo se intuía.

Entre dos llorones centenarios de cuyas ramas habían brotado nuevas guias que llegaban hasta el suelo, formando una cortina como queriendo dar intimidad al espacio que rodeaba a sus troncos majestuosos, había lo que pudo ser un banco de piedra, tan erosionada, que afirmar que en algún tiempo fue asiento tallado por cantero desconocido no era más que una impía especulación, pero yo quise pensar que sí era, y sentado sobre la fresca y algo húmeda losa pensé, como en otras ocasiones y en circunstancias similares, quién o quiénes pudieron apoyar sus ilustres posaderas en ese banco solitario, propicio para declarar el más ardiente de los amores o para llorar su ausencia.

Ya atardecido y temiendo que la noche pudiera sorprenderme emprendí el regreso con el apuro lógico que da el temor a perderse en la oscuridad y no sé cómo, salí de aquellas sierras mucho antes de lo que pudiera haber imaginado.

Este es un misterio que no he podido descifrar. Pero lo más estraño, lo que más me inquieta y sobretodo mas me molesta, es el no saber cuándo estuve allí y el sentirme incapaz de regresar .
Mi amnesia es total respecto al donde y al cuando. Si algún día recuperase la memoria os invitaré a venir conmigo para brindaros la gran oportunidad de contemplar un lugar que solo puede verse donde yo estuve y que lamentablemente no recuerdo, o en el Paraiso.

1 comentario:

JuanRa Diablo dijo...

Delicioso. Me he transportado a un lugar de esos en los que te sientes sobrecogido y en la gloria al mismo tiempo.
A veces me he encontrado a solas en alguna montaña y sólo el sonido de una abeja pasar o el de el silbido del aire ente las copas de los pinos te hace tomar conciencia de lo que es tu pequeñez ante la inmensidad de la naturaleza.
El calorcillo del sol, el canto machacón de las cigarras, el sonido de algún ave o una liebre al huir entre matorrales... Esas cosas son impagables y me encanta vivirlas.

Un texto muy hermoso, casi onírico.