A lo largo de mi vida y por razones que se escapan a mi conocimiento, ha habido dos situaciones, distanciadas en el tiempo, en las que fuí sujeto activo y pasivo y que me marcaron, en ciertos aspectos de forma permanente.
La primera fue un día de excursión al Cid, majestuoso monte de mi entorno cuya mole parece estar cortada a pico y cuya silueta se aprecia desde cualquier punto de nuestro Valle.
Estaba tranquilamente conversando con mis amigos a la sombra de los pinos cuando vi en un cortado un arbusto de Madroños que estaba atestado de fruto. El lugar era muy peligroso, de ahí el que hubiera sido respetado, pero mi temeridad y falta de reflexión me empujó a conseguir alguno de esos frutos como postre para el almuerzo que de forma inminente íbamos a comenzar. Aplastando mi cuerpo sobre el inclinadísimo suelo y arrastrándome prácticamente como un reptil llegué a una cornisa que me permitía apoyar las puntas de mis pies y de mis manos a lo largo de una repisa que no distaba mas de dos metros del ansiado fruto.
Todo fue bien hasta que debido a lo forzado de la posición y siendo mínimo mi punto de apoyo, mis piernas empezaron a temblar, quedando en una situación en la que me era completamente imposible intentar dar un solo paso más. El pánico comenzó cuando me dí cuenta de que tampoco podía retroceder, tal era la fuerza con que mis piernas se agitaban. Observé el terrible barranco que se abría debajo de mí, cuyo fondo era un embudo de rocas puntiagudas amenazantes que descartaba la posibilidad de salir con vida si llegaba a resbalar y ya me era difícil seguir manteniendo mi posición porque el temblor de mis propias piernas me desplazaba de mis puntos de apoyo.
A todo esto, desde abajo, otros excursionistas me increpaban por mi temeridad y escuché perfectamente como alguno decía: "Así se matan y después dicen que ha sido un accidente".
Llegué a pensar un momento en dejarme caer porque mis fuerzas estaban completamente agotadas, pero una luz me hizo comprender que lo que me estaba impidiendo moverme eran las terribles oscilaciones de mis piernas y decidí algo definitivo; me sujetaría lo mejor posible con mis manos a la repisa y dejaría colgar mis piernas en el vacío para ver si se recuperaban, mas valía morir en el intento que dejarme caer ante mi impotencia.
En este, como otros muchos actos de mi vida, fue mi voluntad la que me salvó.
Llevé toda mi fuerza a la punta de los dedos de mis manos que me sostenían y eliminé la tensión de mis piernas dejándolas descansar unos segundos en el vacío. Después con mucho tiento volví a apoyarlas, el temblor había desaparecido y muy poco a poco fui retrocediendo hasta salir del peligro.
A PARTIR DE ENTONCES EL SOLO SUBIRME A UNA SILLA ME PRODUCE VÉRTIGO.
La otra situación que me ha marcado es ver la sangre, no sé cuál es el origen de mi fobia pero podría ser una intervención de poca monta en la que tenían que extraerme una esquirla de metal que se me había alojado en el dedo pulgar de mi mano y en cuyo proceso me desmayé como una señorita. Ver sangre y darme una terrible angustia es un hecho.
Era imprescindible hacer referencia a estos dos handicaps para que se pueda comprender con mayor conocimiento de causa, la grandeza de los hechos que voy a referir y además para dar ánimo a cualquiera que pueda tener algún complejo, haciéndole ver que lo que en estos momentos se crean incapaces de hacer estoy completamente seguro que en la hora de la verdad lo harán quizás mejor que otros que se creen preparados ante cualquier contingencia.
Eran las 10,30 de una noche de invierno en la que un terrible temporal de lluvia y viento azotaba las calles de Benidorm.
Era imprescindible hacer referencia a estos dos handicaps para que se pueda comprender con mayor conocimiento de causa, la grandeza de los hechos que voy a referir y además para dar ánimo a cualquiera que pueda tener algún complejo, haciéndole ver que lo que en estos momentos se crean incapaces de hacer estoy completamente seguro que en la hora de la verdad lo harán quizás mejor que otros que se creen preparados ante cualquier contingencia.
Eran las 10,30 de una noche de invierno en la que un terrible temporal de lluvia y viento azotaba las calles de Benidorm.
Me disponía a cenar cuando recibí la llamada telefónica del vigilante de Apartamentos Valencia advirtiéndome que en el último piso de los Apartamentos Navasa, que yo administraba, se habían dejado un toldo abierto y que el vendaval lo estaba haciendo golpear sobre el tejado.
Dejé mi cena y de inmediato me dirigí al edificio en cuestión, vecino al mio, pero en vez de ir por la acera me salí casi hasta el arcén de la carretera de circunvalación que por allí pasaba, con el fín de poder observar mejor qué toldo era el que estaba suelto.
Localizado el balcón, correspondía al sexto y último piso del Bloque Navasa III.
Observé que la barra de hierro que hace de contrapesa en el extremo del toldo, estaba golpeando las tejas de tal forma que de un momento a otro iba a romperlas, arrastrándolas en su ir y venir pudiendo ocasionar algún percance.
Estando en estas cavilaciones observé que hacia ese punto se acercaba una señora e inmediatamente la advertí desde lejos del riesgo y le pedí que no diese un paso más, pero no me oyó y siguió derecha hacia el peligro. Volví a gritarle con todas mis fuerzas pero fue inútil, levanto las manos como diciendo que no me entendía y siguió andando.
La fatalidad sigue sus designios y los temores que había previsto con sólo contemplar las embestidas del toldo se fueron a materializar en el mismísimo momento en que la señora estaba debajo de mismo, sin que mis gritos y mis aspavientos de peligro consiguiesen detenerla ante su destino.
La barra del toldo arrastró varias tejas rotas que cayeron sobre la señora.
Era un milagro, que en aquella lluvia asesina ningún trozo de teja la hubiera golpeado y ella permanecía en pie con los brazos extendidos hacia mí y yo corrí hacia ella como una exhalación sin importarme que el toldo pudiese provocar otra avalancha.
Cuando llegué hasta ella una fuente de sangre surgía por la parte de atrás de su pierna izquierda. Para hacerle esa incisión la teja tenia que haber pasado rozando su cabeza, su espalda y haber cortado un gran filete de su pierna que estaría algo retrasada antes de dar el siguiente paso.
De hecho la teja le cortó la femoral y todos los músculos anexos, casi en el vértice que forma pierna y el muslo, algo incomprensible, teniendo en cuenta que solo lesionó este punto.
La cogí en brazos mientras la sangre me empapaba, notaba su calor recorriendo mi vientre y mis muslos mientras chorreaba por la punta de mis perneras. Mis calcetines de lana estaban empapados sintiendo al andar una amortiguación extraña y pringosa.
Atravesé la carretera sin siquiera mirar si venia algún vehículo y entré en la farmacia de enfrente que "providencialmente"estaba de guardia.
No fue mucha la ayuda que me prestaron, sólo ideas.
Me sugirieron que la llevase a la Clínica Virgen de Fátima y que ellos desde allí llamarían para que nos estuviesen esperando.
A la puerta de la farmacia se paró un taxi y esto si que fue providencial. No quería ensuciar el coche pero vio en mis ojos una desesperación que a cualquiera persuadiría.
Efectivamente estaban esperando nuestra llegada. Allí quedo "en buenas manos" y yo regresé a mi casa.
¿Como evitarle el susto a mi esposa? Llamé y sujetando la puerta antes de abrirla le dije, "No te asustes, voy empapado de sangre hasta la cabeza pero no me ocurre nada".
Y mientras refería los hechos, me acordé que el toldo asesino aún estaba suelto y que a pesar de la hora y del mal tiempo podía volver a pasar otra víctima. No había tiempo que perder.
El propietario estaba ausente y no quedaba otro medio que saltar por el balcón colindante.
De balcón a balcón podía haber aproximadamente un metro, no puedo mentir pues allí está todavía el edificio Eran seis plantas y además el toldo con su contrapesa de hierro bajaba y subía con las embestidas del viento.
Había que calcular: "uno, dos, tres... ¡ahora!" y así fue.
No sé cómo fue que me golpeé en un codo y en la nariz y me empezó a sangrar. Qué insignificancia después de todo.
La puerta corrediza de la sala no estaba cerrada por dentro, se salvó de que tuviera que romper el cristal ya que no estaba dispuesto a hacer el mismo recorrido de retorno.
Cuando llegué a casa, después de quitarme toda aquella ropa empapada y restregarme en la ducha la sangre coagulada que prácticamente me envolvía, y una vez perfumado y con un pijama limpio recién puesto, me dispuse a relatar a mi esposa lo acontecido en esa noche de espanto, teniendo que aplazar mi relato por la terrible angustia que me sobrevino de la forma más inesperada.
2 comentarios:
Bufff, tremendo. No me puedo ni imaginar el susto que llevarías en el cuerpo. Lo que no sé si recuerdas es que siendo yo muy jovencito me presentaste un dia a esa mujer. Iba en silla de ruedas y me dio la mano con una gran sonrisa. No recuerdo nada más ¿Qué será de ella? Gracias papá. Te has portado como el genio de la lámpara. Deseo pedido, deseo cumplido.
Joer....Juan...me has puesto los pelos de punta, tanto en el relato del Cid como en el del toldo. La verdad es que la vida está llena de decisiones que tomamos en milésimas de segundo pero que luego dan para relatarlas en horas y horas a nuestros seres más próximos. Bravo por los relatos y por la lección que llevan implícitos.
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