De largo en largo, cuando el trabajo me lo permitia, buscaba cualquier excusa para irme a La cueva de la Sierra. Mi esposa era consciente del amor que sentia por aquellos prédios, que habian sido parte de mi terruño; crisol donde se habia forjado lo mejor de mi juventud y solia complacerme, complacida. Tambien ella alguna vez durmió conmigo en aquel lugar, pequeño reducto salvaje, lindero a los bancales que el hombre en competida depredación robó a la naturaleza, arañando del pellejo de la sierra, con arcaicas herramientas,ese trozo diminuto, empujado siempre por un instinto de conservación alertado por el hambre que roba el sueño y redobla la fuerza, hasta conseguir logros épicos, con un tesón, que a las generaciones posteriores se nos antoja de titánes.
Llegar hasta alli ya era un alarde. Frontalmente era practicamente imposible afrontar el esfuerzo sopena de tener que escalar varias decenas de ribazos que, como muros, hacian casi imposible el ascenso. Sin embargo, con un poco de cordura, era mas sensato ascender por lo que fué un camino que antes existió y que ahora de lo que fué solamente conserva los profundos carriles de los carromatos que ya nunca pasaran, ni podrian pasar, descarnados y formando en tramos peligrosos socavones que muestran en las prolongadas sequias las rocas incisivas que la lluvia en torrentera no ha podido arrancar, quedando entre ellas el vacio de la erosión, asemejando en ciertos tramos, la irregular dentadura descarnada de algún monstruo antidiluviano. En cambio, en las epocas de lluvia, las pequeñas lagunas improvisadas, cuya agua permanece largo tiempo porque su fondo es de arcilla, son un hervidero de cucharatones y ranas que amenizan el entorno con su croar que llega al frenesí las noches estrelladas con luna llena. De este, "digamos camino," partian a trámos pequeños senderos que iban a desembocar a cada uno de los bancales cuyas albarradas hacian muralla, si se queria ejecutar el ascenso de forma frontal, pero por estas entradas la incursión era a pié llano, bajo la sombra de los pinos que generalmente en algún tramo ya cercano al bancal, conservaba en redondo, las piedras que fueron los asientos donde quizás yantaron, en solitario o en grupo, aquellos superhombres a los que me hubiese emocionado estrechar la mano.
Ascendiendo hasta donde ya no existe vestigio de camino, por fín, se llega a un sendero que conduce hasta un amplio ensanche que se extiende al frente y ambos lados de la puerta de la cueva, hasta llegar al bancal inmediatamente inferior y en el centro de aquél ensanche, hiciese frio o calor, solia encender una fogata al oscurecer, ya que el fin primordial de la misma era iluminar el perimetro en el que iba a desenvolverme.
Para llegar a la explanada descrita tenia que salvar una pequeña ondulación que hacia que mi presencia se produjera de forma expontanea, lo cual propició mas de un encuentro imprevisto con animales que por un motivo u otro tenian cierta querencia a este lugar y que yo habia fomentado, instalando, a tramos, piletas donde se concentraba el agua de la lluvia y que yo reponia en cada visita y comida que dejaba aquí y allá cada vez que alli acudia, lo que unido a la falta de presencia humana, excepto la mia, esporádica y jamás agresiva, hicieron de aquel entorno un reducto muy apetecible para cualquier animal incluyendome a mi mismo.
Una tarde aparecí en lo alto de la pequeña cuesta, al borde mismo de la explanada y frente a mi, a no mas de tres metros una perdíz sorprendida, agachó su cuerpo para darse impulso para volar, lo hizo muy pausadamente y en vez de salir volando, de inmediato, volvió a incorporarse con la misma lentitud y así estuvo repitiendo el movimiento como si sus patas fuesen un pequeño resorte asido al suelo. No comprendia el motivo que alli la retenia hasta que vi aparecer tres o cuatro perdigotes no mas grandes que un gorrión que se le acercaron mientras ella me miraba fijamente y sin dejar de hacerlo y tras emitir un suave sonido gutural inició una retirada en diagonal que le permitia, mientras se alejaba, seguir observandome. Tras llegar a un matorral donde perdíz y crias se camuflaron, la perdiz muy despacito, sacaba su cabecita para observarme, mas por curiosidad que por temor, porque entre ambos ya nos habiamos mandado un mensaje de amistad con la mirada. Así estuve varios minutos, complacido por aquel encuentro, hasta que accedí al ensanche, me acerqué a la puerta de la cueva, la abrí y seguí con mis quehaceres sin preocuparme mas de la perdiz ni de sus crias.
Era habitual, cada vez que abria la puerta de la cueva, encontrarme con dos hermosisimas salamandras que yo creo que fueron sus inquilinas permanentes. Por lo menos allí siempre estuvieron y con ellas conviví en cada una de mis visitas. No sé si viviran todavia, pero hasta lo que yo recuerdo, eran grandisimas; podian duplicar el tamaño de una salamandra adulta normal; su piel era rugosisima y emitian unos sonidos que me intimidaron mientras no descubri que era de ellas de las que provenian, teniendo que encender el candíl muchísimas veces completamente asustado, no sabiendo lo que susurraba de aquel modo en la oscuridad.
Como de costunbre cada vez que llegaba, en el atardecer, encendia el transistor, buscaba una emisora que diera buena música, lo situaba en un punto estratégico para que el sonido se expandiese lo mas lejos posible y como dije, encendia una gran fogata que me iluminaba, aprovechando las primeras ascuas para asar la carne de la cena. Sacaba un cajón, que me servia de mesa, sobre el que ponia una servilleta y sobre ella alojaba las viándas. Nunca faltó el vino en aquellas cenas y como el catre estaba a pocos metros de mi improvisada mesa y mi salud no estaba por entonces resentida, no establecí nunca límite alguno a mi gula, pegándome unas tripadas que no dejaban hueco en mi estómago ni para el aire, que en sonoros regüeldos acompasaba la melodia que la radio emitia en ese momento.Considero como dato curioso, el que en esa cueva nunca se agrió ningún vino sobrante, a pesar de que en alguna ocasión pasó mas de un año entre una visíta y otra.
Ya organizada la cena ponia junto a mi mesa un vetusto sillón, tan cómodo como viejo, que encontré en un vertedero y que en mas de una ocasión fué presa de mi curiosidad, no pudiendo evitar el preguntarme cual seria su historia y que distinguidas posaderas además de las mias se habrian alojado sobre sus mullidos muelles.
Tras la cena, saboreando una taza de café y las caladas de un cigarrillo; al compas de la música y del lejano croar de las ranas, podia contemplar en la lejania las luces de Las Casas del Señor, algo mas lejos, las de El Chinorlet y, casi inmediatamente después, las esporadicas luces de los faros de los automoviles que se dirigian hacia El Pinoso o hacia Monovar, mientras a mis espaldas la brisa movía incansablemete las ramas de los miles de pinos que a lo ancho y a lo largo se extendian con un frente y una profundidad de varios kilometros, pudiendo llegar andando bajo sus frondas hasta los términos de La Romaneta y de la Romana, pudiendo, si ese recorrido se hacia en los meses de Octubre y Noviembre, ir recogiendo al pairo, los sabrosisimos guíscanos que reventaban la tierra.
No es posible describir el murmullo del viento entre las agujas de los pinos, ni las figuras que las sombras dibujaban sobre las frondas iluminadas por una luna inmensa. Tambien seria inutil querer trasladar a una mente urbana la belleza de un cielo cuajado de estrellas visto desde un lugar en que pueden tocarse casi con los dedos, sabiendo que no eres mas que un corpusculo insignificante ante tan gran inmensidad, pero no quiero dejar de relatar algo que quizás ya mencioné en alguna otra ocasión y que hoy precisamente se me antoja digno de una mayor atención: Una de esas noches y a partir de esa, todas, acudió a acompañarme una Zorra. El ser mas precavido, el mas astuto, el menos confiado, vino a sentarse junto a mi en aquellas soledades. Primero lejos, luego se fué acercando mas y mas, hasta llegar a una distancia de no mas de cinco metros.
Si pudo comulgar su instinto con mi buena voluntad es porque hay un idioma que no necesita de palabras y en este idioma es en el que quisiera expresarme para que pudieseis compartir la realidad de toda esta belleza. ¿Que instinto llevaria a la Z0rra hasta mi? ¿Sabria que era yo el que dejaba esporadicamente la comida que algún día encontró? y siendo así ¿por qué supo que yo no le iba a hacer daño?. Después de este primer encuentro acudió tantas veces como yo acudí hasta que no volvió a aparecer. Alguna escopeta gravaria una muesca mas en su culata, como digno palmarés ante la hazaña de haber aniquilado a uno de los ya pocos ejemplares de esta especie que se contemplan por este entorno. Enhorabuena por la heroicidad y que la vida lo recompense como se merece.
Llegar hasta alli ya era un alarde. Frontalmente era practicamente imposible afrontar el esfuerzo sopena de tener que escalar varias decenas de ribazos que, como muros, hacian casi imposible el ascenso. Sin embargo, con un poco de cordura, era mas sensato ascender por lo que fué un camino que antes existió y que ahora de lo que fué solamente conserva los profundos carriles de los carromatos que ya nunca pasaran, ni podrian pasar, descarnados y formando en tramos peligrosos socavones que muestran en las prolongadas sequias las rocas incisivas que la lluvia en torrentera no ha podido arrancar, quedando entre ellas el vacio de la erosión, asemejando en ciertos tramos, la irregular dentadura descarnada de algún monstruo antidiluviano. En cambio, en las epocas de lluvia, las pequeñas lagunas improvisadas, cuya agua permanece largo tiempo porque su fondo es de arcilla, son un hervidero de cucharatones y ranas que amenizan el entorno con su croar que llega al frenesí las noches estrelladas con luna llena. De este, "digamos camino," partian a trámos pequeños senderos que iban a desembocar a cada uno de los bancales cuyas albarradas hacian muralla, si se queria ejecutar el ascenso de forma frontal, pero por estas entradas la incursión era a pié llano, bajo la sombra de los pinos que generalmente en algún tramo ya cercano al bancal, conservaba en redondo, las piedras que fueron los asientos donde quizás yantaron, en solitario o en grupo, aquellos superhombres a los que me hubiese emocionado estrechar la mano.
Ascendiendo hasta donde ya no existe vestigio de camino, por fín, se llega a un sendero que conduce hasta un amplio ensanche que se extiende al frente y ambos lados de la puerta de la cueva, hasta llegar al bancal inmediatamente inferior y en el centro de aquél ensanche, hiciese frio o calor, solia encender una fogata al oscurecer, ya que el fin primordial de la misma era iluminar el perimetro en el que iba a desenvolverme.
Para llegar a la explanada descrita tenia que salvar una pequeña ondulación que hacia que mi presencia se produjera de forma expontanea, lo cual propició mas de un encuentro imprevisto con animales que por un motivo u otro tenian cierta querencia a este lugar y que yo habia fomentado, instalando, a tramos, piletas donde se concentraba el agua de la lluvia y que yo reponia en cada visita y comida que dejaba aquí y allá cada vez que alli acudia, lo que unido a la falta de presencia humana, excepto la mia, esporádica y jamás agresiva, hicieron de aquel entorno un reducto muy apetecible para cualquier animal incluyendome a mi mismo.
Una tarde aparecí en lo alto de la pequeña cuesta, al borde mismo de la explanada y frente a mi, a no mas de tres metros una perdíz sorprendida, agachó su cuerpo para darse impulso para volar, lo hizo muy pausadamente y en vez de salir volando, de inmediato, volvió a incorporarse con la misma lentitud y así estuvo repitiendo el movimiento como si sus patas fuesen un pequeño resorte asido al suelo. No comprendia el motivo que alli la retenia hasta que vi aparecer tres o cuatro perdigotes no mas grandes que un gorrión que se le acercaron mientras ella me miraba fijamente y sin dejar de hacerlo y tras emitir un suave sonido gutural inició una retirada en diagonal que le permitia, mientras se alejaba, seguir observandome. Tras llegar a un matorral donde perdíz y crias se camuflaron, la perdiz muy despacito, sacaba su cabecita para observarme, mas por curiosidad que por temor, porque entre ambos ya nos habiamos mandado un mensaje de amistad con la mirada. Así estuve varios minutos, complacido por aquel encuentro, hasta que accedí al ensanche, me acerqué a la puerta de la cueva, la abrí y seguí con mis quehaceres sin preocuparme mas de la perdiz ni de sus crias.
Era habitual, cada vez que abria la puerta de la cueva, encontrarme con dos hermosisimas salamandras que yo creo que fueron sus inquilinas permanentes. Por lo menos allí siempre estuvieron y con ellas conviví en cada una de mis visitas. No sé si viviran todavia, pero hasta lo que yo recuerdo, eran grandisimas; podian duplicar el tamaño de una salamandra adulta normal; su piel era rugosisima y emitian unos sonidos que me intimidaron mientras no descubri que era de ellas de las que provenian, teniendo que encender el candíl muchísimas veces completamente asustado, no sabiendo lo que susurraba de aquel modo en la oscuridad.
Como de costunbre cada vez que llegaba, en el atardecer, encendia el transistor, buscaba una emisora que diera buena música, lo situaba en un punto estratégico para que el sonido se expandiese lo mas lejos posible y como dije, encendia una gran fogata que me iluminaba, aprovechando las primeras ascuas para asar la carne de la cena. Sacaba un cajón, que me servia de mesa, sobre el que ponia una servilleta y sobre ella alojaba las viándas. Nunca faltó el vino en aquellas cenas y como el catre estaba a pocos metros de mi improvisada mesa y mi salud no estaba por entonces resentida, no establecí nunca límite alguno a mi gula, pegándome unas tripadas que no dejaban hueco en mi estómago ni para el aire, que en sonoros regüeldos acompasaba la melodia que la radio emitia en ese momento.Considero como dato curioso, el que en esa cueva nunca se agrió ningún vino sobrante, a pesar de que en alguna ocasión pasó mas de un año entre una visíta y otra.
Ya organizada la cena ponia junto a mi mesa un vetusto sillón, tan cómodo como viejo, que encontré en un vertedero y que en mas de una ocasión fué presa de mi curiosidad, no pudiendo evitar el preguntarme cual seria su historia y que distinguidas posaderas además de las mias se habrian alojado sobre sus mullidos muelles.
Tras la cena, saboreando una taza de café y las caladas de un cigarrillo; al compas de la música y del lejano croar de las ranas, podia contemplar en la lejania las luces de Las Casas del Señor, algo mas lejos, las de El Chinorlet y, casi inmediatamente después, las esporadicas luces de los faros de los automoviles que se dirigian hacia El Pinoso o hacia Monovar, mientras a mis espaldas la brisa movía incansablemete las ramas de los miles de pinos que a lo ancho y a lo largo se extendian con un frente y una profundidad de varios kilometros, pudiendo llegar andando bajo sus frondas hasta los términos de La Romaneta y de la Romana, pudiendo, si ese recorrido se hacia en los meses de Octubre y Noviembre, ir recogiendo al pairo, los sabrosisimos guíscanos que reventaban la tierra.
No es posible describir el murmullo del viento entre las agujas de los pinos, ni las figuras que las sombras dibujaban sobre las frondas iluminadas por una luna inmensa. Tambien seria inutil querer trasladar a una mente urbana la belleza de un cielo cuajado de estrellas visto desde un lugar en que pueden tocarse casi con los dedos, sabiendo que no eres mas que un corpusculo insignificante ante tan gran inmensidad, pero no quiero dejar de relatar algo que quizás ya mencioné en alguna otra ocasión y que hoy precisamente se me antoja digno de una mayor atención: Una de esas noches y a partir de esa, todas, acudió a acompañarme una Zorra. El ser mas precavido, el mas astuto, el menos confiado, vino a sentarse junto a mi en aquellas soledades. Primero lejos, luego se fué acercando mas y mas, hasta llegar a una distancia de no mas de cinco metros.
Si pudo comulgar su instinto con mi buena voluntad es porque hay un idioma que no necesita de palabras y en este idioma es en el que quisiera expresarme para que pudieseis compartir la realidad de toda esta belleza. ¿Que instinto llevaria a la Z0rra hasta mi? ¿Sabria que era yo el que dejaba esporadicamente la comida que algún día encontró? y siendo así ¿por qué supo que yo no le iba a hacer daño?. Después de este primer encuentro acudió tantas veces como yo acudí hasta que no volvió a aparecer. Alguna escopeta gravaria una muesca mas en su culata, como digno palmarés ante la hazaña de haber aniquilado a uno de los ya pocos ejemplares de esta especie que se contemplan por este entorno. Enhorabuena por la heroicidad y que la vida lo recompense como se merece.
5 comentarios:
Esta bella remembranza del lugar que describes y en el que pasaste algunas noches merecen alguna foto que lo acompañe.
Tengo algunas pero no digitales por lo que las escanearé para enviártelas.
Hace tiempo que no voy por allí pero sé llegar perfectamente y me ha apetecido con locura ir a echar un vistazo a ver si me encuentro con alguna perdiz, o si veo a esas gordas salamanquesas en el interior de la cueva o si por un casual asomara la confiada zorra, que ya es un clásico en las historias que sobre tu cueva nos contabas.
Quién sabe!
Qué bien me he imaginado la compañía de la radio bajo las estrellas y ese calorcillo que te daría el vino antes de acostarte.
Siempre has tenido alma de Robinson.
Un fuerte abrazo.
Qué hermosura de descripción sobre su estancia en éste lugar. Tan personal y emotiva descripción que parece que hablaramos de zona considerada como parque natural.
Enhorabuena por su capacidad para disfrutar con esa pasión de las maravillas que la naturaleza nos brinda, dice mucho de su sencillez interior.
Muchos de los comentarios de su blog son muy entrañables, yo sabía que el diablillo habría heredado parte de sus cualidades de algún Cabrera pater.
Un saludo.
Remolina desde el Ceam Villena.
te encontré en mi camino tus palabras me gustaron y mientras te leo...sigo el mío
besos
Papá...qué preciosa descripción...y de algún modo que envidia..puesto que creo que yo no sería capaz de disfrutar de esos momentos tan sublimes que describes sin más compañía que la que la naturaleza me quisiera regalar.Siempre he dicho que algún día haría el camino de Santiago yo sola,más que nada,porque no me he dado tiempo,en estos 35 años,de estar a solas conmigo misma..y que mejor lugar que enmedio de la naturaleza.Me ha apetecido darle un trago a ese vino,beberme tu café y casi fumarme tu cigarro disfrutando de una de esas noches plagadas de estrellas.
Te echo de menos papi.
Qué maravilloso relato, Juan!
Sólo hay una cosa que me inspire más emoción que la naturaleza, y es encontrar a una persona capaz de entenderla, de hablar su mismo lenguaje, ese lenguaje silencioso que no necesita de palabras, porque se basta de intuición.
Yo creo que los animales tienen un sexto sentido, que siempre saben quién les quiere, aunque, desgraciadamente, no siempre sepan alejarse de aquellos que albergan malas intenciones, no siempre sepan quién no les quiere. Y en este sentido, esa zorra se dejó llevar por lo que le decía su instinto.
Este tipo de relatos elevan el espíritu, Juan. No sólo da gusto ver tu comunión con la naturaleza, sino que además lo transmites tan bien que quien te lee puede trasladarse al lugar, escuchar el croar de las ranas y los sonidos del viento, aspirar los aromas del campo, hermanar con quienes son nuestros compañeros en el camino: los animales.
Gracias, una vez más, por esta nueva joya que nos dejas.
Besos!
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