viernes, 28 de noviembre de 2008

UNA ANECDOTA PARA PENSAR

En Las Casas del Señor, aldea situada en pleno campo del término de Monovar (Alicante), tenia muchas hectareas de terreno, algunas en barbecho, otras plantadas de almendros, con algún que otro olivo y sobre todo muchos, muchisimos pinos, algunos de ellos piñoneros, cuyas enormes piñas, al calentarlas escupian con fuerza sus semillas, los piñones, que una vez descascarilleados eran exquisitos. Habia infinidad de atalayas desde donde podia verse el infinito, con una panoramica de tal belleza que, subjetivamente, pienso inigualable. La verdad es que esta gran finca, cuya casa sigue siendo propiedad de mi familia, la fuí comprando con muchisimo esfuerzo bancal a bancal con mis pagas extras y el fruto de infinidad de pluriempleos, algunos de ellos, que no pegaban ni con cola con mi temperamento pero que me eran necesarios para cubrir los compromisos que me creaba por las compras, cuyo pago era en general aplazado. Aprovecho la ocasión para maniestar con orgullo, que siempre fuí puntual en mis pagos.
Este afán nacia del gran amor que sentia por aquellos predios desde niño, cuando mis padres por razón de salud de mi hermana Paquita, nos llevaron a pasar grandes temporadas en la aldea, que por su clima y el agua de sus nacimientos la hacia idonea para que se recuperase, según consejo de D. José Pertejo Seseña, medico de la familia al que todos le teniamos mucha fé y que dejó este mundo hace ya muchos años, q.e.p.d.. Mi hermana padecia una Anemia Perniciosa que la habia llevado al borde de la muerte y como a las pocas semanas de respirar ese aire purisimo y beber esas aguas fuertes que tanto abrian el apetito empezó a mostrar sus mejillas sonrosadas y todos nos sentiamos alli felices y mas revitalizados, mis padres hicieron de aquella aldea un Santuario, en el que pasabamos como minimo un par de meses al año, aprovechando las vacaciones escolares; no así mi padre, que cuando agotaba su mes de permiso, solo podia estar con nosotros los fetivos y fines de semana. ¡Que alegria para todos salir a recibirlo en aquellos taxis hoy piezas de museo! Toda la chiquilleria de la aldea corriendo tras el coche como algo excepcional teniendo en cuenta que en todo el entorno no habia mas que alguna que otra bicicleta. Venia con todo lo que mi madre le habia encargado antes de partir y cantidad enorme de chucherias que nos repartia, alcanzado para que los demás chavales participaran con algún caramelo, peladillas o anisicos.
Serian muchas las historias que podria contar de aquellos tiempos en Las Casas del Señor, muchas de ellas delicadas y sublimes y todas con una fuerza de vida y de amor entrañable que son una delicia recordar, quizás algún día las comparta, al igual que aquellas que dando un salto grandisimo en el tiempo pude vivir tambien allí con quien fué mi esposa y sigue siendolo ante Dios y mis hijos, pero eso será otra historia.
No hace muchos años, yo vagaba muy a menudo por aquellos parajes que conocia al milimetro y algunos fines de semana dormia en plena naturaleza. Solia pernoctar en una cuevecita, de no mas de nueve metros cuadrados que habia en pleno monte y que tenia frente a su puerta una pequeña explanada desde donde se divisaba todo el entorno. La aldea a la izquierda, hundida en aquella cañada inmensa como si de un belén se tratara, sobretodo por la noche, cuando se encendian las luces que parecian minúsculas velitas; a mi espalda la loma en la que se emplazaba la cueva, a la derecha, una pinada inmensa, que ascendia hasta la cumbre del monte "Coto" y se extendia sin interrupción con una profundidad grandisima, de ella partian dos lenguas que casi me envolvian, una ocupando parte de mi frente y otra sobre la loma que habia a mi espalda, orientandonos según la puerta de la cueva. Donde terminaba la lengua de pinos que habia a mi frente y en dirección a la aldea, comenzaban unas quebradas por las que yo habia intentado pasar en pocas ocasiones por su peligrosidad, consiguiendolo, pero con muchas precauciones y alta dosis de riesgo, por lo que ese trayecto lo hacia generalmente dando un rodeo. Pues bien, en aquel entorno, rodeado totalmente por la naturaleza, con la única señal de vida de la aldea, tan lejana y difuminada que mas parecia una lámina colgada en el vacio, al atardecer encendia una fogata, ponia frente a ella una pequeña mesa y junto a esta un pequeño pero comodo sillón que posiblemente recogí algún día de cualquier vertedero, disponia sobre la mesa mis yantares, vino incluido y tras encender mi transistor, elegir la música mas adecuada y situarlo estrategicamente para que se oyese con la mayor nitidez, procedia a asar las longanizas y la carne de la que me habia provisto en la mochila. Trás estos menesteres, generalmente ya habia anochecido y aumentaba la fuerza de la brisa que peinando las agujas de los pinos producia un arcano murmullo en una paz sin igual. Al resplandor de la hoguera no solo miraba las estrellas por placer, tambien lo hacia obligado cada vez que empinaba la botella del vino, y como esta circunstancia se repetia muy a menudo solia terminar la cena con una somnolencia que me invitaba a meterme en la cueva para tumbarme en una colchoneta de esponja que me acogia maternalmente.
En uno de esos atardeceres, cuando acababa de encender la hoguera, ví con estupor que frente a mi, por las quebradas que os describí, un hombre, alto, vestido con una túnica blanca, caminaba apaciblemente, sin el menor signo de inseguridad, como si de la mejor avenida se tratara, sabiendo como yo sabia que por aquellos riscos, solo aptos para cabras, solo podia adivinarse, en muy pocos tramos, el resto de un sendero de antaño, completamente desplomado y por el que yo, solamente habia podido avanzar ayudandome con las manos y escurriendome a cada paso por la pendiente de aquellos pedregales. Casi me extrañó mas la facilidad con que caminaba, que la insolita indumentaria que vestia y lo que terminó de sobrecogerme fué el que la dirección que llevaba le conducia hacia esa inmensa pinada que llegaba casi a Hondón de las Nieves, mas de diez kilometros que a pié, por aquellos parajes impracticables, llenos de cortados y barrancas y de noche, nadie, incluyendome yo, se atreveria a recorrer. Lo segui con la vista sin parpadear para no perderme el mas mínimo detalle, lo ví aproximarse a la lengua de pinos que enlazaba con la inmensa pinada y lo ví perderse en la penumbra cuando ya ante mi vista solo se distinguia una amorfa mancha blanca entre los troncos de los ensombrecidos pinos. En ese punto se paró; algo blanco, inmovil, se distinguia a duras penas en la negrura de aquel bosque y yo, perplejo, me sentia incurso y extraño en un mundo esoterico.
Me metí en la cueva, cerré su puerta y casi mecanicamente comí un poco de pan con queso. La vista fija en nada y una sola imagen en mi retina, aquel hombre de la tunica blanca.
No hice ningún comentario sobre aquel suceso, pero unos meses mas tarde, mi sobrino y ahijado Javi Monzó quiso que hiciesemos una excursión juntos. Como en todo este tiempo no habia vuelto por la cueva y era donde mejor podiamos pasar la noche, encaminamos alli nuestros pasos. LLegamos temprano y tuvimos tiempo de recoprrer algunos alrrededores muy pintorescos y cuando iba a caer la tarde dispusimos todo para prepararnos una buena cena. Mientras esperabamos para que se hicieran unas buenas brasas para asar la carne, dirigiendo mi brazo hacia los riscos de enfrente le comenté a mi sobrino lo que me habia pasado unos meses atrás quedando muy impresionado con mi relato. Yo ya me disponia a separar algunas brasas cuando Javi, acercandose a mi de forma sigilosa me cogió del hombro y con voz tremula, orientandome tan solo con el movimiento de sus ojos, me dijo: "¿Es ese el hombre de la tunica de quien me has hablado?. Levante la vista y efectivamente aquella visión de la que no habia querido hablar hasta ese momento estaba frente a nosotros y mas que andar discurria por aquel sendero inexistente con la agilidad de un gamo. Se repitió calcado todo el proceso de la vez anterior y permanecimos estáticos hasta que a nuestro alrrededor solo se veia lo poco que alumbraba la fogata que ya no eran mas que brasas y mientras cenamos, disfrutamos sobrecogidos, la mas extraña de las visiones, pudiendo contemplar que en un amplio circulo alrrededor del punto donde se ocultó aquel ser, un sin fin de luces blanquisimas se trasladaban de un extremo a otro a una velocidad vertiginosa, dibujando sus estelas figuras para mi desconocidas.

8 comentarios:

Silencio dijo...

Se me han puesto los pelos de punta tal cual gallina sin piel!!!Esta anécdota será ficticia, verdad?...

Un abrazo!

pichiri dijo...

Querida Mar:
Todo, todo, todo lo que escribo es real, sin ningún aditivo y cuando haga alusión a algo que yo no haya vivido personalmente así lo advertiré
Esto ya lo dije en una de mis primeras entradas. Creo que se titula: Algo que no dije al comenzar mi blog, o algo parecido

JuanRa Diablo dijo...

Y tanto que para pensar!!
Lo malo de saber esto es que me quita el ánimo para dormir algún día en aquella cuevecita-escondite que tenemos allí en Las Casas del Señor. (A ver si aquel era el espíritu de ese "Señor")

La foto es muy apropiada, se asemeja a aquel lugar que también a mí me indicaste.

Si veo al primo le diré que lea esto.
Cuéntanos más.

Candelilla Wax dijo...

Tus post me recuerdan un tanto a la narrativa de Delibes,llenos de encanto y señas.
Te sorprendo?jejeje!
Saludos!

Txema Rico dijo...

Joder Pichiri...se ma han puesto los pelos como escarpias...y encima doblemente la "aparición" del "Señor" de las Casas del "Idem"...ahora en serio, tengo entendido que por aquellos montes hay mucho "místico" suelto, se organizaban Akelarres, orgias y demás cosas parecidas de una especie de secta que a traves del budismo, reiki, tantras y demás captaba "chorbas" para beneficio de los señores....no es broma...saludos desde Almafrá, donde ya no hay cabida para señores de túnica blanca, sino para jambillos con motos a escape libre...

Anónimo dijo...

Tomás:
Hace poco pasé patrullando la zona con un compañero, recuerdo que le conté esta anecdota, la cueva está tal cual la dejaste, algún día pienso pasar la noche allí, todavía está esa pesada llave escondida entre las piedras del ribazo, me costó mucho encontrarla, tuve que mirar una a una. Si alguna vez veo a ese hombre prometo seguirle y llamarle a ver que ocurre, por supuesto no pienso ir sólo.......

Anónimo dijo...

Recuerdo que pasé un par de noches veraniegas contigo en aquella cueva. A lo lejos, antes de anochecer, se veían los llanos de Salinas y las montañas de Petrel con el majestuoso Cid alumbrado por los últimos rayos de sol. También se veían las cuevas que hace miles de años poblaron otras personas, posiblemente no muy diferentes a nosotros mismos en esos momentos. La noche me abrió el apetito y ante la contemplación de un cielo estrelladísimo engullí un pastel de queso que me supo a gloria. Sólo vi un cielo tan sobrecogedor una noche en medio del lago Násser, en Egipto, a 600 km de la población más cercana. La mamá me acompañó a aquel viaje-crucero y no hacía muchos meses de tu marcha a Colombia. Contemplando las estrellas me acordé de esas noches que pasé contigo en la soledad ermitaña de Las Casas del Señor y me pregunté: ¿Qué estará haciendo ahora? FRAN

Anónimo dijo...

Javier Monzo

Suscribo cada una de las palabras descritas en esta anecdota puesto que la viví junto a tí...y como en aquella ocasión me ha hecho recordar la sensación allí vivida, entre miedo, incredulidad de lo que estabamos viendo así como la vivencia de la una experiencia increible...gracias Padrino