jueves, 28 de abril de 2011

LOS HUMILLADEROS

Al borde de los caminos que daban entrada o salida a los pueblos, solía haber antiguamente, un lugar de devoción con una cruz o una imagen, que recibía el nombre de humilladero, porque tanto los que llegaban desde lejos, como los que pensaban salir por largo tiempo, o simplemente los devotos que por allí pasaban camino de cualquier parte, inclinaban la cabeza y doblaban la rodilla para, entre dientes, invocar a Dios en una personalísima oración.

Había humilladeros circulares o cuadrados, con piso de tierra o empedrados, con columnas o sin ellas, con techo o a cielo raso, con cruz de madera o de hierro o de piedra o sin ninguna de ellas pero sí, con una imagen bendecida. Podían estar a la intemperie más desolada o bajo la sombra de un frondoso árbol; emparrados o cubiertos de techo; con bancada alrededor de su perímetro o formando pequeñas gradas que culminaban en la base de su cruz.
Estos últimos eran los que a mi mas me gustaban, especialmente si estaban en alto, porque se divisaban desde lejos y mitigaban el cansancio, cuando al regreso de una larga jornada, nos anunciaba la cercanía del pueblo.

Yo he conocido estos humilladeros donde ya no existen. El progreso arrambla con todo y no respeta ni las tradiciones más excelsas.

Pero aún hay aldeas y pueblos donde se conservan, como testigos mudos del paso de los años, guardando en su haber tantas plegarias que solo paz debía hallarse en lugares tan santos.

Sin embargo, en los tiempos oscuros de rencillas y odios reprimidos, también sirvieron como lugar de acecho, en la espera paciente del paso del rival vecino, para exigirle las cuentas pertinentes bajo la ley del filo del cuchillo.

También hubo quien iba a ese lugar sagrado, a la hora en que las mozas regresaban de las eras, ya desenfundadas de esos sayones que las protegían en su trabajo rudo, con la intención lasciva de si por un casual alguna de ellas, o tal vez varias, al inclinarse ante la cruz devotas, luciendo ya atuendos mas livianos, huyendo del calor, dejaban entrever sus pantorrillas o parte de sus senos. Y allí, atentos cual objetivo de cámara, al instante, poder captar y grabar en sus retinas la imagen más hermosa, para después tener por mucho tiempo, ante tan virtual recuerdo, un motivo constante de tormento.

En los humilladeros, se solían despedir los duelos. También despedían los padre a los hijos cuando estos partían en busca de nuevos horizontes. Allí hicieron un alto para dar gracias los que regresaron triunfadores y ricos, y allí escondieron su vergüenza los fracasados que afligidos regresaron con las manos vacías; los que volvieron con una profesión aprendida; o los que al menos trajeron la experiencia que tanto vale para vivir la vida.

Pero la mayor desgracia es la de los que nunca volvieron por ingratitud, o por haber acabado muertos en cualquier contienda infame.

Fueron muchos los que declararon su amor a una moza en el humilladero. Pedro, Juan Hipólito, Roberto, Ovidio,... allí se declararon a otras tantas beldades que estuvieron pariendo año tras año, mientras Dios lo quiso, para cumplir el ciclo de la vida que no es poco.

Y de estas rústicas camas, de los pequeños pueblos, surgieron las no menos rústicas cunas que arroparon a la mayor parte de LAS GRANDES FIGURAS DE NUESTRA HISTORIA.

miércoles, 27 de abril de 2011

RECORDANDO A JOSÉ MARÍA EL COJO Y A SU PADRE, ANGELILLO

Mis recuerdos, a veces, se escapan de Elda, mi ciudad natal, para incursionarse por esos benditos campos de Monóvar. En ellos, no es fácil encontrar presencia humana, aunque se intuye. Está en el esmerado labrado de sus tierras; en la limpieza de sus márgenes; en el recien cabado de las cepas; en el rojizo suelo con que el sulfato de hierro las rodea y al mismo tiempo que les da fuerza las proteje; en el azufre que mancha sus pámpanos tratando de evitar a los insectos y en suma en todo el amor que hay desparramado por doquier.

No puedo evitar sesgar un pequeño racimo al paso. Las uvas ya están dulcísimas y su jugo hecho un caldo en el achicharradero, ni calma mi sed, ni mitiga mi calor, pero deja en mi boca y en mis labios un sabor a tarde de verano que me obliga a relamerme una y otra vez. Los bancales desatendidos son signo inequívoco de muerte o de ausencia. No cabe la desidia en esta gente noble y abnegada. Podrán vender o mal vender pero nunca dejar en el abandono lo que recibieron limpio y aseado de manos de sus padres.

Y así se expresan todos, saliendo algunas veces esas palabras de boca de algún anciano que ni me explico cómo puede tener fuerza todavía para llegar a la ladera o a la cañada donde, según él dice, aún se entretiene cuando el cuerpo, caprichoso, no le pone la zancadilla.

Entre estos labriegos me llamó por un tiempo la atención una pareja, padre e hijo, que vivian juntos en una cueva situada en la rambla que recorre la aldea de Las Casas del Señor, como si fuese su espina dorsal. Frente a la cueva, cruzando la rambla, una lindísima casa estaba a disposición de ambos, pero por más que les increpasen para que fueran a vivir en ella como personas civilizadas, ellos se negaban dando muestras inequívocas de que en la cueva se encontraban la mar de bien, sin que nadie les llamara la atención por esto o lo otro; haciendo sus fogatas y sus comidas de acuerdo con lo que el frío o el calor requería y con lo que su despensa les deparaba, sin más complicación que rebuscar en sus alforjas, generalmente enriquecidas con las provisiones que la familia les iba arrimando.

El padre se llamaba Angel y todos le decian Angelillo. Era muy avezado en su oficio, sagaz en las preguntas y cauto en las respuestas, y cuando hacía un trato, no sé por qué, me daba la impresión de que cruzaba los dedos por detrás de su espalda para concederse a sí mismo mediante aquella formula esotérica, la facultad de poder decir después que habia dicho pan, donde sin duda alguna habia dicho vino. En pocas palabras, no era muy de fiar. Ya hacía muchísimos años que habia cumplido los ochenta, pero tenía una agilidad y una vitalidad propias de un adolescente. Era bajito, solía llevar chaqueta, aunque bajo de ella en el buen tiempo no llevase mas que una camiseta y su pelo, que conservaba totalmente, era completamente blanco sin que por él hubiese pasado un peine desde la comunión de su último bisnieto. Tenía una vocecita gutural y chillona, pero como no alzaba mucho el diapasón, no resultaba cansina.
Cuando se interesaba en alguna conversación, era muy habitual en él decir lo que imaginaba que iba a ser el final de tu frase antes de que la dijeras, por lo que al equivocarse continuamente tenías que estar también corrigiéndole de continuo y a veces, ya molesto, tras una corrección, movía la cabeza a un lado y otro como diciendo, "tú dirás lo que quieras, pero lo que ibas a decir es lo que yo he dicho."

Como me gustaba llevarme bien con ellos y no quería que se enfadase, cuando él se adelantaba a lo que iba a ser la terminación de mi frase y su error no rompia del todo el hilo de la trama, le asentía con un gesto afirmativo, aunque se hubiese equivocado, y seguia mi cuento de la mejor manera.
Tenía un pequeñísimo tractor que lo trasladaba a cualquier punto por malo que fuese el camino, y su hijo José Maria, al que apodaban El Cojo lo seguía a todas partes, acurrucándose en la tarima de madera que a forma de remolque iba anexa al tractor, enrrollándose como un perrito y agarrándose a la tabla como una lapa. El pobre José Maria nació tullido y lo único que le fue creciendo en proporción fueron los brazos y la cabeza. El resto del cuerpo lo tenia completamente atrofiado, siendo su caja torácica no mayor que la de un niño de diez años. José María solamente movia las extremidades superiores y la cabeza, arrastrando el resto de su cuerpo, pero como era muy menudo y el mal le venía de nacimiento tenía tan aprendidas todas las martingalas que eran precisas para moverse, que dentro de lo que cabe, lo hacía con tal naturalidad que a todos nos sorprendia.

Tenía una mirada bondadosa, igual que aquella con la que su madre, me imagino, lo miraba, cuando su amor no era suficiente para transformarlo en un niño normal, pero como ocurre con casi todos los niños que han sido perseguidos por la incomprensión, la mala fe y la mofa de los niños, que siempre han sido los peores verdugos, mientras te miraba, parecía estar pensando cuándo ibas a empezar a herir sus sentimientos. Por eso, el lento progreso que experimentaba su amistad y la sensación que se respiraba cada vez que nos encontrábamos, como si fuera, casi, la primera que nos veiamos. Era muy característico en él, el apartar de tu alcance aquello que observaba que llamaba tu atención, especialmente cuando habías pedido que te lo prestase por un momento. Cuando esto ocurria soltaba una carcajada como si estuvieses bromeando, pero si insistías, te lo acercaba muy a regañadientes, sin llegar a soltarlo de la mano o como poco, sin perder el objeto de vista y después lo apartaba abiertamente lo más lejos posible y con disimulo, poco a poco iba tapándolo con esto y con lo otro hasta que quedaba completamente fuera de la vista.

Por eso era mejor no pedirle nada, y cuando era él, el que algo te mostraba, podías estar seguro de que era una inequivoca muestra de confianza y amistad.

Era muy ambicioso y ahorrativo y solo gastaba su dinero para comprar tierra, si ésta se la vendian a muy buen precio. José María podría tener en los tiempos de los que estoy hablando alrededor de cuarenta y cinco años, no era feo de cara y solo la deformación de su cuerpo era lo que lo afeaba. El esternón le apuntaba hacia el frente como si fuera una quilla y sus hombros, cuando apoyaba los brazos en el suelo, casi se incrustaban debajo de sus orejas. Aún así , no sé si dirigido por su ingenio o por el de algún magnífico mecánico, se hizo construir a partir de la extructura de una moto Vespa un tinglado a forma de carromoto compacto en el que él, solo o acompañado de su padre, se trasladaba a las aldeas circundantes para vender articulos de primera necesidad de los que se aprovisionaba generalmente en Pinoso o en Monóvar, cercanas a Las Casas del Señor, para así obtener un beneficio adicional al que le proporcionaban las cosechas de sus tierras.

Aunque cueste creerlo, sus tierras estaban perfectamente atendidas y lo digo, levantando mi mano para dar fe de mi palabra, porque ese viejete casi nonagenario, con su pequeño tractor labraba y abonaba y en un plis plás se subía a los almendros más altos como si fuese una ardilla para podarlos en el invierno o para ir golpeando desde la altura, las almendras a las que no habia alcanzado desde abajo, mientras el tullido, con una agilidad pasmosa y como si se tratara de una oruga gigante se arrastraba recogiendo las almendras que caian fuera de las redes, depositándolas sobre ellas, para luego, al alimón con su padre, verter su contenido en los correspondientes sacos, que después, sobre la plataforma del remolque antes descrita, trasladarlos a la cueva, donde en amor y compañia sacaban la cortezas casi desprendidas de la cáscaras de la almendra propiamente dicha.

Siempre estaban activos y cuando hablaban conmigo, considerándome mas versado que ellos, me colmaban de preguntas, cual de ellas más lejos de lo que se suponía podía ser la conversación de aquella gente, que equivocadamente no aparentaba gozar de una cultura que para él hubiese querido cualquier bachiller.

Los cálculos sobre el rendimiento de la almendra era una de las cosas que más les gustaba tocar, pero como el que yo estuviera presente no interrumpia sus labores, preguntaban y escuchaban mientras separaban las almendras del piquet y las del cid de las marconas y de las mollares, para después separar las marconas de las mollares ya que si iban mezcladas las pagaban todas por el mínimo precio y separadas las marconas eran bastante más caras que las del piquet y las del cid y las mollares mucho mas caras que las marconas.

En estas consideraciones y entre pelar y separar se nos pasaba la mañana y cuando llegaba la hora de almorzar, sabiendo que no eran muy dados a invitaciones y agasajos, sacaba la comida de mi mochila y siguiendo el ritual de ellos aprendido me ponía a comer sin decir palabra, sin ocurrírseme ni mucho menos insinuar si algo de lo que habia a la vista les apetecia.

El pobre viejo llegaba a su fin, lo adiviné porque me preguntó si le compraba el tractor y las ovejas. Pocas ganas debían de quedarle para desprenderse de lo que le distraia y daba vida.

José María ya hacía tiempo que no le acompañaba. El asma lo asfisiaba y necesitaba estar quieto. Tenia los pulmones oprimidos en la carcasa de un torax de niño, y sólo podia respirar ayudándose con un aerosol que cada dia le hacía menos efecto.


Practicamente murieron a la par, padre e hijo, los amigos del alma que aún deben deambular por sus bancales, viendo pintar la oliva y arrancando los mamantones para que no pierda la fuerza el árbol.

Seguro que cuando Dios los llame para su juicio los encontrará a la sombra de aquellos gigantes que había a la orilla de la rambla del vertedero y Dios podrá ver que su obra está bien atendida, contemplando la tierra labrada con esmero, los árboles podados y cuajados de flor y las márgenes completamente limpias a golpe de legón. Y visto eso, no querrá hacer mas indagaciones y se los llevará directos al cielo.

No les faltaron rezos y misas, pero sin duda lo que más agradecieron fueron las palabras de su familia cuando casi a la par dijeron: "NO PODEMOS DEJAR QUE SE PIERDAN ESOS BANCALES QUE HAN SIDO LA VIDA DE NUESTRO PADRE Y DE NUESTRO HERMANO."

domingo, 24 de abril de 2011

LA ESQUINA DEL GUARDIA Y EL TIO ATAULFO


Ya que estoy en la racha, quizás fuese el momento oportuno de hablar un poco más sobre mis vecinos y mis amigos en las diferentes etapas de mi vida, pero también creo que debiera hablar de mi pueblo, de su forma de vida, sus costumbres, su carácter, sus tradiciones, sus leyendas....

Como todo lo que cuente será en su mayoria parte de lo que he vivido, también servirá para que me conozcais un poco mejor, sabiendo como sabéis que si en algo siempre me he excedido es en la sinceridad.

La foto de la Esquina del Guardia que estáis viendo, se haría, sin duda, más de veinte años después de los hechos que voy a relatar en esta entrada. Lo sé porque, como observaréis, aparece un automóvil Simca 1000, y este coche empezó a venderse junto con los deslumbrantes Dogge Dart algo después de haberme casado, por lo que la foto data de más de veinte años después de nuestro paso por esta esquina en los tiempos de mi relato...

...Mis padres no me habían otorgado todavía el visado para deambular por mi cuenta por las calles de mi pueblo y solían llevarme pegado a ellos a todas las partes a donde iban, especialmente al cine en los días festivos, así como al Casino Eldense los domingos por la mañana después de misa, obligación ésta que trataron de arraigarme.

También era una costumbre pasear por el campo las tardes de invierno soleadas, aprovechando el paseo para hacer un abundante acopio de linsones, con los que se preparaban unas ensaladas muy nutritivas.

Entre las salidas que hacía con mis padres, me encantaba acudir a casa de D. Luis Azorín y Doña María Juan, especialmente a su casa de verano, una finquita muy bien cuidada situada en el camino de la estación, junto a la casa de Dª Bienevenida Juan, hermana de D.ª Maria. A todos ellos, a sus hijos y a aquel lugar dedicaré un artículo por entero porque sin duda lo merecen y quizás pueda seros interesante.

No obstante a lo dicho, de forma tácita mis padres ya empezaban a permitirme alguna escaramuza sin tener que dar mas explicación que "vuelvo enseguida." Incluso en alguna ocasión si me venían a buscar y veían que estaba jugando felizmente, me permitian quedarme con los amigos recomendándome que no me alejase y que si me apetecía merendar lo hiciese en casa de mi abuela.

Mi mundo fuera del colegio y de mi vida familiar se limitaba a un entorno que no superaba mi calle y las adyacentes, salvo los itinerarios que ya había recorrido con mis padres de forma reiterada. Sabia como ir al Casino Eldense, a la Iglesia de Santa Ana, incluso a la casa de verano de D. Luis Azorín, que ya estaba a una respetable distancia de mi casa y en su itinerario habia que pasar por toda la calle de San Roque, hasta desembocar en la Avenida que conducia al puente que daba inicio al camino de la estación, a la sombra de la mole de un grandísimo Castillo del que cuando fuí ya un hombre maduro solo quedaba parte de la torre del homenaje, tal fue la desidia de los habitantes de aquellas laderas desoladas, que construyeron sus viviendas con los materiales que erosionaban del Castillo ante la inoperancia de unos alcaldes que nunca demostraron el menor interés por mantener esa reliquia, aunque creo que por fín se ha hecho algo en su favor. Más vale tarde que nunca.

A poca distancia de la base de la ladera que como cortada a pico servía de base a aquella mole, con incipientes muestras de su inmediata ruina, un puente montado sobre pilares y arcos de piedra en silleria, con barandillas de hierro forjado adornado de algunas filigranas, daba paso a la otra orilla de nuestro histórico rio Vinalopó al que por cierto, algunos sábios de la última hornada han querido arrebatar la autoria de la muerte en sus aguas por ahogamiento del famoso Amilcar Barca, aduciendo inocentemente que en un rio tan poco caudaloso no podia ahogarse un tan famoso personaje. ¡Como si los ríos no cambiasen a lo largo de los siglos! ¡Ya quisiera haber visto a estos analfabetos con su toga y birrete en medio de las aguas de este río cuando se le ocurre tener una crecida! Yo he visto más de una en que las aguas han pasado por encima de sus altisimos arcos a pesar de su anchísimo cauce, en las que el río podia haber ahogado a Amilcar y a todo su ejército, pero siempre habrá quien dé un diez a estas eminentes lumbreras por sus excepcionales dotes de observación.

Al hablar de avenidas no vayais a creer que eran como las de ahora; por aquellos tiempos no había ninguna calle asfaltada y al hablar de avenida nos referiamos a las calles más anchas, aunque en general todo eran caminos de tierra que se encharcaban y embarraban cuando llovia, para desdicha de nuestros padres y alegría nuestra, que jugábamos sin límite poniendo barreras a la corriente con piedras y barro, hasta llegar a hacer magníficas obras de ingenieria.

Nuestros padres sabían de nuestros juegos y permitían que nos dejáramos llevar por nuestra fantasía. La calle estaba practicamente exenta de peligro. Hay que tener en cuenta que en los tiempos de los que hablo, el parque móvil de Elda se limitaba a dos coches de punto, que así se llamaba a los táxis, uno de Faustino y otro de un alemán o austriaco afincado en Elda; una furgoneta propiedad de Emiliano Bellot, tío de mi amigo Paquito Bellot y dos automóviles, cuyos propietarios eran D. Antonio Porta Rausa y D. Paco Vera Santos, uno fabricante y otro viajante de calzado, y en cuanto a motos sólo había una de 0.75 cc. de marca Moto Guzzi-Hispania que le compró Maxi Aguado, el fabricante de hormas, para su hijo cuando cumplió la edad para poder conducirla y dos Lubes de 1,25 cc. que causaron furor.

Habrá que comprender que la tranquilidad de las calles era casi absoluta en lo que se refiere al tránsito motorizado, si exceptuamos el tramo de carretera general Madrid-Alicante, que discurría por la calle Jardines y la Avda. de Chapí que logicamente estaban más concurridas y por las que logicamente nos tenían prohibido transitar.

Desde muy temprano por la mañana, hasta que se encendían las luces eléctricas había, de forma permanente, un guardia dirigiendo el tráfico. La plantilla de Municipales- que así se llamaba a los Policías Locales de aquellos tiempos- no creo que llegase a diez, y eso que había un guardia fijo en el Mercado y otro en la puerta del Alcalde, lugar que ocupó "Lino" hasta que se retiró, aún así a todos nos parecia que eran demasiados, tal era la paz y la tranquilidad que se respiraba, mientras que hoy no estamos seguros con nunguna salvaguardia. ¡EL PRECIO DE LA LIBERTAD!

De todos los guardias que dirigieron el tráfico en esa esquina, destaca el inolvidable "Barrilico"; ancho de espalda, corto de cuello, bajo de estatura y cara agradablemente simpática que gesticulaba y bailaba al son de su silbato, toreando como aquel que dice las grandes moles que ya empezaban a pasar por nuesto pueblo, de las que alguna, tuvo que hacer infinidad de maniobras para poder tomar el giro de la esquina sin llevarse por delante la tienda del sastre que me hizo el primer traje de mi vida, que en la fotografia permanece cerrada y en cuyos muros aún se pueden apreciar los restregones de algún que otro camión.

Creo que fue la época del Barrilico y de Brotóns la que coincidió con el desvió de la carretera, disminuyendo muy consideráblemente su tráfico, y aunque el guardia siguió acudiendo a la esquina, ésta nunca volvió a ser lo que fue, aunque lo siga siendo en mi recuerdo.

A espaldas del guardia, que siempre daba frente a la calle Jardines, y ocupando un pequeño espacio de la tambien pequeña y destartalada placita que allí había, se instalaba un carrico con toda clase de frutos secos, pandehigos, altramuces, anisicos, caramelos, estrato y regaliz, entre otros artículos. Lo regentaba un hombre de amplio mostacho cuyos extremos ensanchados como si fueran aspas, amarilleaban por el humo del tabaco. Su semblante recordaba a lo que no sé por qué mi imaginación me sugiere como un soldado de fortuna o un filibustero, aunque su caracter era apacible y su faz predispuesta a la sonrisa amable. Es sorprendente que con la edad que yo podía tener recuerde hasta el último detalle de su aspecto, incluso de su atuendo, con aquellas camisas de felpa, chaleco con bolsillitos y pantalón de pana marrón o gris cubriendo un cuerpo enjuto de casi 1,7o de altura. Calzaba alpargatas sin calcetínes y cubría su cabeza con una gorra que cuando se la quitaba para secarse el sudor dejaba a la vista una galea aponeurótica totalmente calva y ostensiblemente blanca, por estar casi de continuo protegida del sol.

El carrico del Tio Ataulfo, que así se llamaba, quien gracias al milagro de la palabra vuelve a renacer, estaba en línea con uno de los laterales de la placita, en cuyo fondo, siempre mirando desde la espalda de nuestro guardia de turno, había una fuente. A ella es adonde normalmente acudian mis hermanas y también a veces mi madre a abastecerse de agua para beber y para guisar, ya que la que llegaba a las casas tenia un sabor perverso y nunca se utilizaba para el consumo humano. Yo acompañaba a veces a quien fuera a la fuente, pero si podia lo evitaba porque generalmente habia que hacer cola y nunca me gustó tener que esperar, aunque me gustaba oír después las historias que contaban mis hermanas sobre lo que había ocurrido en la fuente, de las que yo, a pesar de estar allí, ni me había enterado.

En la casa que hacía esquina con la placita, en cuya planta baja muchísimos años después se instalaría la Armeria Torres, justamente a la derecha del carrito del Tio Ataulfo, según la referencia que ya conocemos, ocurrió un luctuoso suceso que fue muy famoso por lo macabro.

Un miembro de esa casa, varón, sin motivos que pudieran paliar tan desdichada decisión, se ahorco dejando balancear su cuerpo sobre una inmensa hoguera que previamente habia prendido debajo de donde tenia que quedar colgado su cuerpo.

Unos y otros, de las más distintas formas, van desapareciendo sin dejar más rastro que el recuerdo que pueda quedar de ellos en los que los quisieron de su inmediata generación y quizás, si lo hay, lo que alguien como yo pueda sacar a la luz sesenta y tantos años después; los que se van, siempre dan paso a los que llegan, aunque con los que se van, algo nuestro se va también. Mis deditos aún tratan de conseguir una pipa de girasol a través de la malla metálica que protegia aquellos frutos secos. Nunca lo lograron pero aún están ahí debatiéndose sin éxito, aunque ahora sé que hubiese bastado con pedírsela.

El Tio Ataulfo, del que estoy seguro que nadie se acuerda, ha pasado conmigo y espero que también pase con vosotros un buen rato, recordando aquellos tiempos, que por lo difíciles, tanto nos enseñaron a valorar hasta la mas pequeñas de las insignificancias.

LA PAJA PARA LOS CABALLOS DE LOS REYES MAGOS


La memoria es como un gran desván donde se guarda lo que no es cotidiano, y también lo que dentro de su cotidianidad, en un momento determinado nos impactó de forma especial.


También se guardan los momentos que nos causaron satisfacción; los que tuvieron a flor de piel nuestra sensibilidad; los que nos hirieron y decepcionaron provocándonos desdicha; los que nos hicieron sentirnos orgullosos...


A la memoria no le gusta guardar ciertos recuerdos, pero no puede eludirlos. Aún así, procura que cuanto más nos puedan avergonzar, mejor escondidos queden; mas angosto y oscuro sea el lugar donde se escondan. Los demás recuerdos, los de dichas infinitas y los de tristezas livianas, pululan por doquier, y por su abundancia, a veces, pasa mucho tiempo antes de que los volvamos a reencontrar.
Los más dificiles de hallar, que casi siempre vienen a ser los que más nos sorprenden, son los que vuelven a nosotros de forma imprevista, como un flash que da luz a la memoria, a la que acuden unas imágenes, a veces desdibujadas, que van abriéndonos sus puertas hasta descubrirnos lo que ni siquiera sabíamos que estaba en el inventario de nuestro consciente; algo a veces tan lejano que dudamos si será realidad, llegando a atormentarnos el no poder comprobarlo, cuando no podemos encontrar a quien nos lo corrobore, por estar muertos todos los que podían haberlo hecho.

Siendo adolescente tuve una experiencia que me impresionó. Al hervir, la leche con la que mi madre iba a preparar los desayunos, se desbordó consumiéndose parte de ella al intenso calor de la plancha de hierro de aquél fogón antiguo que a veces llegaba a ponerse al rojo. El olor de esa leche vertida y chamuscada me trajo el recuerdo de mi propia imagen con no más de dos años de edad. Estaba junto a un hombrecito no mucho más alto que yo, que me hacía carantoñas. Sus manos, su ropa, todo él olía a leche y había llegado a mi casa en un carro tirado por un caballo algo mayor que un poney. Me ví subido en el carro y llevado a una casa de campo donde había toda clase de animales y supe que me sentia muy feliz en aquel ambiente.

Me faltó tiempo para contarle a mi madre mi visión y ella, algo sorprendida de que hubiese podido acordarme de ello, me contó que cuando aún era yo muy pequeño, tanto que quizás solo chapurrease algunas palabras, venía a casa un lechero al que se le conocía como Juanico El Cabrero, que tenia amputadas las piernas por debajo de las ingles, protegiendo sus muñones con unos cueros que los envolvían. Aún así daba pasos cortitos cuando media la leche y tenía una agilidad fuera de lo común cuando tenia que subir o bajar del carro.

Juanico "El Cabrero" murió y su ausencia desvaneció su imagen, volviendo a mí catorce años después, porque un olor fue la llave que abrió la puerta de su recuerdo.


Me alegró haberlo recordado y me alegró de que mi madre me hablase sobre él. Había sacado adelante a su familia y a pesar de su supuesta invalidez segaba, alimentaba a los animales, pasturaba, ordeñaba a las cabras y después vendía la leche y los quesos, así como la carne de los animales que sacrificaba, apoyado en sus dos muñones y en los nudillos de sus manos encallecidas, que le arrastraban por el suelo mucho mas ostensiblemente que si fuera un simio.

YO CREO QUE SE MERECE ESTE RECUERDO Y QUIZÁS PUEDA SERVIR DE EJEMPLO PARA QUIEN POR DESGRACIA PUEDA ESTAR EN UNA SITUACIÓN SIMILAR A LA SUYA. PORQUE SINCERAMENTE CREO QUE PRECISAMENTE POR SER COMO ERA Y POR ESTAR COMO ESTABA, GOZÓ MAS INTENSAMENTE QUE CUALQUIERA DE NOSOTROS SUS PEQUEÑAS Y GRANDES SATISFACCIONES.

En mi relato anterior, tuve que hacer esfuerzos para no desviarme de la historia que quería contar. Conforme describía el entorno del lugar donde se estaba iniciando y de inmediato iba a concluir la mayor aventura de mi vida, hasta ese momento, brotaban de mi mente tal cantidad de recuerdos, que si hubiese dado rienda suelta a mi deseo y hubiese hablado de todos ellos, no habría podido concluir lo que en un principio habia empezado a contar. Me abstuve de ello entonces, pero tampoco quiero que se quede en el tintero nada de aquello que por la fuerza con que a mí acude, considere que merece salir a la luz, con la esperanza de que de todo ello, haya algo que pueda serviros si es que quereis aprovechar la experiencia ajena, que ojalá para el mal siempre así fuera y podría ser, si fuéramos mas dóciles y no nos empeñásemos en sufrir en nuestras propias carnes lo que podíamos haber evitado con solo haber hecho caso a quienes sobre ello nos aleccionaron, confiados siempre en sus sabios consejos.

Vuelvo a hacer por tanto alusión a la Funeraria que habia en la C/ Eugenio Montes, frente a donde se ubicaba la Fábrica de Productos Químicos "Karola" Y A LA DERECHA ENTRANDO, DE LO QUE MUCHO DESPUÉS SERIA Y YA NO ES LA FÁBRICA DE ZAPATOS DE JUAN VIDAL BAÑÓN, padre de mi gran amigo del alma Antoñín, El Cabecilla, hoy monje en el Monasterio de Silos desde ya hace más de cuarenta años... , y decía que los días cinco de Enero de cada año, acudía a pedirle un poco de paja al encargado de de los caballos.


Entre otros, había dos negros impresionantes que siempre formaban pareja en la carroza fúnebre de los hombres, (me imagino que sabréis que había otra para las mujeres y otra para los niños, toda ella blanca como la pureza), ambos caballos eran preciosos, pero de ellos, uno era amigable y dócil, por lo que era mi preferido. Sin embargo, curiosamente, solo recuerdo el nombre del más arisco, del mas antipático. Se llamaba "GAONA". El olvidar los nombres que con más motivo debiera recordar es algo que se repite en mi, de forma tan reiterada, que me siento culpable de tales irreverencias, teniendo en cuenta que mi olvido, a veces alcanza a personas que han tenido mucho que ver en ciertos aspectos de mi vida, mientras sin ningún motivo, aparente o real, recuerdo nombres y secuencias intrascendentes. En verdad quisiera llegar a comprender el motivo de este misterio. Y mira por donde en este instante, me acabo de acordar del nombre del otro caballo; de mi preferido: "JEREZANO" Negro como el alma del demonio y tan bueno y noble como no encuentro palabras para describir.

El pedir la paja para los Caballos de los Reyes Magos, y con esto pueden darse ustedes una idea de lo jovencito que debia ser por aquel entonces, se debía a que el regalo que más he ansiado a lo largo de toda mi vida era un toro de cartón piedra que habia expuesto en una tienda que se llamaba Muebles Flori, situada junto al inolvidable Hotel Juanito en la Calle entonces Jardines, luego Queipo de Llano y de nuevo Jardines, salvo que dado el Gobierno actual no la hayan bautizado como calle de La Pasionaria o vaya Vd. a saber.


La estampa de ese toro era mi obsesión y su imagen la he recordado a lo largo de toda mi juventud y aún la recuerdo.

Lo perdí porque los Reyes Magos se enfadaron al ver que no habia dejado algo de comer para sus caballos...¡Qué buena excusa para unos padres a los que sólo les alcanzó para comprarme una vaquita no más grande que un chihuahua, asentada sobre una tablita con cuatro ruedas sobre las cuales se deslizaba la miniatura si se la empujaba adecuadamente.
Cuando veinticinco años después mi hijo Tomás insinuó su deseo por un caballo de juguete, le compré el mas hermoso caballo que encontré en las mejores tiendas de Benidorm, donde por entonces residia. No sé si el se acordará tanto de su caballo, como yo del que nunca tuve, pero lo que si estoy seguro es de que él no aprendió ninguna lección, ni maduró como yo maduré al comprobar que no siempre se alcanzan los deseos.

Y es que por entonces, como está empezando a ocurrir ahora, cualquiera se daba por dichoso si podía llegar a fin de mes habiendo cubierto sus más elementales necesidades, siendo una bendición la dicha inigualable de tener un empleo con el que poder sacar adelante a la familia.


Por eso, en esas circunstancias, cualquier gasto accesorio como los regalos de "los Reyes Magos", por muy tradicional que fuera y con una familia númerosa como la mia, era un suplicio para cualquier padre que no soportase ver la desilusión en los ojos de sus hijos.




De ahí esa mentirijilla sobre la comida de los caballos, que solo descubri años más tarde, pero que mientras tanto sirvió para que comprendiera la causa de mi fracaso, aceptase el escarmiento y a partir de entonces no solo tuvieran la paja, sino tambien los rosigones de pan que iba guardando, así como la ración correspondiente de agua que les preparaba en un par de calderos, poniendo a mis padres en un verdadero apuro al dejarlos sin excusa en los años sucesivos.

sábado, 23 de abril de 2011

OTRO ESBOZO DE MI NIÑEZ


Mi querida Elda, mi pueblo natal, donde empezó a forjarse mi carácter y donde emulé en sueños a todos los genios del universo, sintiéndome capaz de ejecutar las más extraordinarias gestas desde la más tierna edad, en que recuerdo haber querido emprender un viaje a las selvas más remotas del África Central, donde suponía que debía residir Tarzán de los Monos.

Mi edad, la suficiente como para creer poder hacer ese viaje, acompañado de mi mejor amigo por aquel entonces, Paquito Bellot, a bordo del postigo de una ventana, pintada de verde, de madera maciza, de esas que por aquellos años aún se fabricaban, a la que mi hermano Gillermo, once años mayor que yo, me había prometido acoplar unas ruedas que nunca tuvo el tiempo ni el dinero necesarios para ejecutar, quedando el trabajo sin ultimar y con él, mi sueño roto.
Ante los continuos aplazamientos, decidí y pude convencer a mi amigo para que partiésemos al día siguiente, que por ser jueves, no teníamos colegio por la tarde.

Como el supuesto coche estaba sin ruedas, éramos conscientes de que no podríamos subir en él aunque alcanzásemos trayectos cuesta abajo, pero siempre podría servirnos para acarrear, aunque fuese a rastras, los útiles y alimentos que teníamos que llevar en el viaje.

La víspera estuvo llena de nerviosismo, sobretodo para mi amigo, que aunque se dejaba llevar, no estaba tan convencido como yo del éxito que iba a tener nuestro viaje. Además en tan poco tiempo teníamos que conseguir todo cuanto podía hacernos falta, tal como una mochila o una buena bolsa, lo suficientemente fuerte como para que no se rompiese al rozar con las ramas de los árboles, un buen cuchillo que cortase bien, una linterna, una cuerda de dos metros por lo menos, dos cajas de cerillas, una vela, una botella con agua, un par de barras de pan y algunas onzas de chocolate. No haría falta mucho más porque inmediatamente que llegásemos a la selva podríamos alimentarnos con los plátanos y todas las frutas que allí colgaban de las ramas.

A la hora convenida nos encontramos en el portal del patio de David Rico Rico, un niño algo mayor que yo, que después tuve la dicha de que me brindase su amistad, que duró hasta su muerte. El padre de este inolvidable amigo se llamaba D. Recaredo Rico y era el aparejador del Excmo. Ayuntamiento de Elda, quien con su esposa Doña Adelina Rico, formaron un matrimonio que a mi criterio, mientras los conocí, fueron un modelo en cuyo espejo, aspiraba verme reflejado cuando llegase a formar una familia.

Mi amigo Paquito, no vino provisto más que de la merienda y yo lo único que pude conseguir fue, además de la merienda un mechero que me encontré en un cajón, del que saltaba la chispa pero no encendía, aunque pronto convencí a Paquito de que con él podiamos encender fuego haciendo saltar la chispa sobre las hojas secas, que en la selva debían ser muy abundantes.
Sentados en el portal del patio de David Rico empezamos a trazar el plan de de lo que iba a ser nuestro inmediato viaje y, considerando que debíamos estar fuertes, decidimos merendar mientras decidíamos hacia dónde debíamos dirigirnos y calcular el tiempo que más o menos íbamos a tardar.

A pesar de que no llevábamos ninguna impedimenta, decidimos llevar nuestro carro sin ruedas, para con él, acarrear los alimentos y útiles que pudiéramos ir encontrando por el camino, y como el lugar donde nos encontrábamos era la C/ Eugénio Montes, semiesquina a la C/ Antonio Maura, pensamos que lo mejor era dirigirnos a la C/ Lamberto Amat para desembocar en la Carretera de Monovar, que casi seguro nos pondría en dirección de ÁFRICA.

No habíamos recorrido ni la mitad de la C/ Eugenio Montes, cuando a la altura de donde estuvo la fábrica de productos químicos "KAROLA", FRENTE A LA FUNERARIA QUE POR ENTONCES ALLI HABÍA Y DONDE LOS DÍAS CINCO DE ENERO SOLÍA PEDIR ALGO DE PAJA PARA LOS CABALLOS DE LOS REYES, mi amigo Paquito empezó a sentir la morriña de su madre, -encantadora matrona de ojos azules y pelo blanquísimo que solo salió a la calle el día de su entierro, debido a que por el asma y a la excesiva gordura que padecía el asma no podía bajar y subir las escaleras de un tercer piso-, y muy seriamente me dijo:

Juanito, ¿por qué no lo dejamos para otro día, cuando el carro tenga puestas las ruedas? Y MEJOR DOMINGO, PARA PODER SALIR POR LA MAÑANA TEMPRANO.

Yo traté de convencerlo de que era mejor que siguiéramos, ya que ya habíamos empezado el viaje y le aseguré que cuando Tarzán supiera todo el recorrido que habíamos hecho para conocerlo, seguro que nos premiaría con parte de alguno de los tesoros que él conocía, pudiendo volver para hacer ricos a nuestros padres.

Pero como a causa de mi presión, presentí por la forma en que se le humedecían los ojos, que de un momento a otro se iba a poner a llorar, desistí de mi intento y cogiendo la soga que arrastraba nuestro insólito carro sin ruedas, lo hice girar en redondo, no sin alguna dificultad e invité a a mi amigo para pasar el resto de la tarde jugando con los bichos en el bendito patio de mi abuela, lejos de los peligros de las intrincadas selvas.